Выбери любимый жанр

El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 40


Изменить размер шрифта:

40

Mientras estuvieron en Gondar, Poncet y su amigo aprendieron a valorar esta presencia protectora que nunca mas les abandonaria. Aparte de Demetrios, en las calles por las que caminaban, en las casas en que cenaban, en los campos donde recogian plantas, siempre habia observadores discretos, y casi invisibles, que se ocultaban bajo la apariencia de campesinos bonachones, vagabundos o comerciantes, para extender sobre ellos el poder del Rey.

Durante su estancia en la capital tuvieron la oportunidad de ser testigos de muchos acontecimientos, pudieron observar sus curiosas tradiciones y tener incluso algunos encuentros voluptuosos, pero obraron con tanta moderacion que estuvieron a punto de adquirir mala fama. Tambien visitaron numerosas iglesias, aprendieron a conocer la pintura y a apreciar la musica de aquel pais, que al principio les habia parecido muy poco atractiva. Comprendieron mejor la riqueza de sus sonidos cuando oyeron sus melodias acompanando a la danza, a la que sustentaba y servia de marco.

Pronto supieron distinguir de donde procedian los innumerables objetos de madera, cobre repujado o esparto, cuya variada produccion mostraba la profusion de culturas de este gran Imperio. Poncet lleno de notas un cuaderno entero y se procuro otro, gracias a la habilidad de Demetrios, pues los abisinios desconocian el uso del papel y solo escribian en pergaminos.

Se volvieron a ver con el Rey, aunque no con frecuencia, para no despertar sospechas. Pese a que el mal no habia desaparecido, constataron un retroceso de los sintomas. No volvio a preguntarles nada mas sobre el pronostico, pero se mostro interesado por las costumbres, las ciencias y la politica de las naciones de Occidente.

Un dia, Demetrios les comunico que el Rey de Senaar habia alegado un insignificante asunto fronterizo para declarar la guerra, de modo que el Negus iba a partir otra vez en campana. Segun el joven griego, era mucho menos peligroso seguir al Rey que quedarse en la ciudad puesto que la corte podria aprovechar su relativa libertad para vengarse de los extranjeros de quienes ya se empezaba a rumorear que eran muy peligrosos. Tras fingir que habia tomado los remedios que la corte le habia entregado oficialmente de parte de los medicos francos, el Rey comunico que estaba mejor, y mas tarde que se habia curado. Por ultimo remunero a los dos francos con presentes muy valiosos, que anadieron a todo cuanto habian ganado con otros pacientes de la ciudad, pues con el paso del tiempo, Jean-Baptiste y su socio curaron a mucha gente de toda condicion. Incluso les pidieron oficialmente que visitaran a la Reina, aquejada de una indisposicion que trataron con exito. Los sacerdotes estaban furiosos.

Cuando llego el momento de plantearse acompanar al Rey en sus campanas militares, Jean-Baptiste considero que habia llegado el momento de la verdad. Aunque su estancia en Abisinia no carecia de interes, tampoco olvidaba la verdadera razon de su viaje y la meta personal que se habia marcado: tenia que volver con una embajada.

Pero nada de esto habian conseguido todavia. Ademas, ahora sabian por que motivo el Negus desconfiaba de los jesuitas y de Occidente. ?Acaso el soberano no les habia confesado en voz alta que era demasiado pronto para que su pais se abriera al extranjero? A este obstaculo politico, que de entrada era un impedimento para una embajada, habia que agregar otro, mas personal, que de alguna manera ahora se revelaba como un inconveniente, a pesar de que hasta entonces solo les habia deparado ventajas. Todos los esfuerzos orientados a granjearse la confianza y la amistad del Rey, ademas de garantizar su seguridad y bienestar, habian dado sus frutos, superando con creces sus primeras expectativas. Era evidente que el soberano los apreciaba. Cada dia, directa o indirectamente, daba muestras de estar vinculado a ellos por lazos de confianza y afecto. Pero el juego que practicaban era peligroso. La amistad del Emperador podia ayudarles a culminar el deseo de regresar con una embajada, pero al mismo tiempo corrian el riesgo de que quisiera conservarlos toda la vida a su lado, como les habia ocurrido a tantos viajeros antes que ellos. Lamentablemente no podian pasar por alto esa eventualidad, asi que Jean-Baptiste decidio abordar ese asunto en su proxima entrevista con el Emperador. Todo el dia estuvo pensando en El Cairo, en su casa y en la senorita De Maillet, y sintio tantos deseos de volver a ver todo aquello que estaba pletonco de energia para convencer a cualquiera que se le pusiera por delante, por muy tozudo que fuese.

El Rey no los recibia siempre en la estancia cubierta por la cupula que senoreaba las murallas del palacio. A menudo Demetrios les hacia salir de la ciudad y se reunian con el soberano en su tienda de caza, situada en las inmediaciones del bosque, donde pasaba jornadas enteras persiguiendo a leones y leopardos.

En aquellos dias se hablaban ya con una cierta familiaridad, aunque el Rey siempre habia guardado las distancias, haciendo gala de la dignidad propia de su rango. Aquella noche el soberano les honro con su compania durante la cena. Demetrios se mantenia aparte en prueba del respeto que cualquier subdito debe a su rey, de modo que los tres hundieron las manos en la misma torta de injera condimentada con salsas. Conversaron sobre la campana en ciernes y el inminente viaje. Una vez terminada la comida, un soldado les llevo un aguamanil y se enjuagaron los dedos.-Majestad -empezo a decir Jean-Baptiste cuando se quedaron solos-, ya que usted nos ha hablado de su partida, permitame que tambien le digamos algo por nuestra parte.

La frase era ambigua. Por la mirada que le dirigio el soberano, Poncet comprendio que este se habia percatado de que no hablaban del mismo destino.

– Vuestra Majestad nos mando llamar a su lado. Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Hadji Ali conocia nuestras intenciones desde el primer momento. Y ahora tenemos que regresar al lugar de donde venimos.

Una sirvienta les llevo el cafe en unas tazas. El Rey se tomo el tiempo necesario para servir personalmente a sus huespedes; desprendio dos hojas minusculas de una planta aromatica que los abisinios llaman «salud de Adan» y las agrego a su cafe.

– ?Que curioso! -dijo-. Precisamente pensaba hablarles esta noche de su estancia aqui. La norma que hemos aplicado durante siglos es estricta: cualquier extranjero es bienvenido, pero luego debe quedarse entre nosotros. Ustedes ya estan al corriente de los problemas e incluso de las tragedias que hemos vivido cada vez que hemos derogado ese principio. Asi pues, cuento con restituirlo.

Poncet miro a su companero y leyo en los ojos del protestante cierta incredulidad; no obstante espero a oir la continuacion.

– Sin embargo no pretendo obligarles -prosiguio el Negus- ni forzarles a vivir en este estado de clandestinidad que, comprendo, puede resultarles penoso. Por eso mi intencion es proponerles un cargo oficial -que sera acatado por la corte segun mi deseo- y una retribucion a la altura de la gran estima que ustedes me merecen.

– Majestad -dijo Poncet afablemente pero con un tono resuelto-, lo lamento pero no podemos aceptar. A nuestra llegada le comunicamos que teniamos que regresar a El Cairo.

– En efecto -dijo el monarca- me lo manifestaron. Para ser mas exactos, el pacha de El Cairo hacia referencia a ello en su carta de recomendacion, que no en vano tiene su valor. Tal vez sea esta la unica circunstancia en la que el principio que acabo de exponerles admita una excepcion. El pacha del El Cairo es mahometano, y por lo tanto un enemigo para mi. Sin embargo, es un enemigo con quien tenemos negocios y me teme debido a mi poder sobre el Nilo. Por mi parte, yo tambien lo necesito, pues cada vez que muere el abuna, debe dar su visto bueno para dejar venir hasta aqui otro patriarca. La tradicion es asi y ahora nos resulta mas util que nunca tener como jefe de nuestra iglesia a un monje que no habla nuestra lengua y que solo ha salido de su monasterio egipcio para ponerse a temblar ante mi. Asi pues, como debo mi palabra al pacha de El Cairo, puedo dejarles salir.

– Le estamos muy agradecidos, Majestad.

– Sin embargo, permitanme hacerles una pregunta -dijo el Rey.

Poncet inclino la cabeza. Estaba claro que aunque el soberano habia desestimado el uso de la fuerza, tampoco habia renunciado a convencerles.

– ?Por que prefieren servir a esc infiel, a ese canalla turco, que posiblemente ni siquiera da muestras de gratitud, y no a un principe cristiano que seria incapaz de negarles un favor?

– Majestad -respondio Poncet-, no volvemos por el pacha de El Cairo.

– ?Pues por que entonces?

El joven medico bebio un trago de cafe antes de contestar.

– Como usted sabe, el maestro Juremi y yo somos socios. El me acompana, pero quien realmente quiere regresar soy yo.

– En tal caso -dijo el Rey-, le hago la pregunta a usted, Jean-Baptiste.

– Bien, Majestad -dijo Poncet-, la cuestion es que estoy enamorado de una joven.

El Rey se echo a reir. Era una de las pocas veces que le veian hacerlo. Se reia silenciosamente, con la cabeza hacia atras. Mientras, Demetrios esperaba con una actitud respetuosa para traducir la continuacion de la conversacion.

– Muy bien -dijo por fin el soberano-. Supongo que se sentiria muy orgullosa de vivir en mi corte, y arropada en oro. Por lo que me han dicho, El Cairo es una ciudad muy calurosa y las mujeres prefieren nuestro clima. ?Haga venir a su esposa!

– No es mi esposa -dijo Jean-Baptiste.

– En tal caso, puede celebrar la boda aqui.

– A decir verdad, Majestad… no hemos llegado tan lejos todavia.

El Rey volvio a reirse de aquel modo tan peculiar.

– ?Y en que punto estan entonces?

– Debe saber, Majestad, que es una joven de una condicion considerablemente mas elevada que la mia. Su padre ocupa un cargo importante en nuestro estado. Nos amamos y…

Jean-Baptiste sintio una especie de punzada al pronunciar la frase,como si estuviera tentando la suerte. Temia los zarpazos del destino sobre ese asunto, con la supersticion propia de los enamorados.

– … pero antes tengo que convencer a su familia y no va a ser facil.

– Digale que vivira aqui, en la corte de un gran Rey, y que usted sera uno de mis oficiales de alto rango.

– Majestad, ?acaso no conoce a los hombres? No tienen imaginacion; para ellos no existe aquello que no pueden ver con sus propios ojos. Yo se bien que un lugar en su corte es mas digno que muchos cargos de los que se enorgullecen los hijos de las familias mas influyentes, pero eso no sera suficiente para convencer al padre de la mujer que amo.

40
Перейти на страницу:

Вы читаете книгу


Rufin Jean-christophe - El Abisinio El Abisinio
Мир литературы