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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 41


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Se detuvo un instante, espero a que Demetrios terminara la traduccion y, sacudiendo la cabeza como quien piensa en voz alta y analiza una a una las ideas que se agolpan en la conciencia, anadio:

– Me doy cuenta, Majestad, de que intenta hacer todo cuanto esta a su alcance por ayudarme y le estoy muy agradecido por ello. A decir verdad, hay algo que me gustaria decirle…

– Digalo, pues.

– Me resulta dificil confesarselo porque se que mis propositos pugnan con sus convicciones mas profundas.

– No se preocupe por ello. Si tengo que negarme, al menos ni usted ni yo tendremos que lamentar el no habernos hablado con claridad.

– Bien -dijo Jean-Baptiste de manera precipitada, como quien alivia la carga de sus hombros dejando caer los bultos al suelo-. El padre de mi amada es diplomatico. Si me fuera posible alcanzar la misma posicion, me juzgaria como un igual, o cuando menos como alguien de su mundo. Un medio para conseguir mi meta seria que Vuestra Majestad se dignara recomendarme a nuestro rey Luis XIV para que este me nombrara embajador permanente en Abisinia. De ese modo podria volver aqui, y al mismo tiempo ostentar ante la joven que amo un cargo brillante. Por otra parte, aunque ese puesto sea inferior sin duda al que Vuestra Majestad pudiera ofrecerme en su corte, al menos tendria el gran merito de ser considerado por su padre.

– ?Una embajada! -exclamo el Rey.

Una rafaga de aire se deslizo por debajo del faldon de la tienda real y levanto un remolino de arena en el suelo, interrumpiendo un momento la conversacion.

– Usted sabe -continuo el soberano- que nunca obramos de esa forma. Si tenemos algo que decir a nuestros vecinos, recurrimos a mensajeros que actuan con suma discrecion, como mercaderes, peregrinos, y a veces incluso mendigos. Antano, cuando los portugueses nos enviaron representantes oficiales, estos hicieron tal alarde de arrogancia que nos incitaron a no dejarles marchar.

– Lo se -dijo Poncet.

El Rey se puso de pie y empezo a deambular alrededor de la mesa, rozando de paso la tela gruesa y aspera de la tienda, con un gesto instintivo que evidenciaba su perplejidad.

– Usted sabe tambien que todos los sacerdotes, esos que llaman jesuitas y esos otros que se visten como los arabes, pululan a nuestro alrededor, al acecho del menor pretexto para entrar en el pais. Cuando yo era nino, mi padre mando venir a un medico de El Cairo, como yo he hecho ahora con usted. Llegaron dos monjes; los recibio amablemente aunque con cierta desconfianza y pregunto cual de ellos era el medico. Estos le dijeron con toda tranquilidad que el medico no habia podido emprender el viaje inmediatamente y que ellos se habian adelantado…

– ?Que fue de los monjes? -pregunto Jean-Baptiste.

– En el momento que el pueblo se entero de que los religiosos francos habian regresado, la multitud comenzo a concentrarse; nuestros sacerdotes y nuestros principes pusieron al Rey en cuarentena, por miedo a que se convirtiera como habia ocurrido ya una vez, para nuestra desgracia. Todos temian que se desencadenara de nuevo una guerra civil, asi que el Rey, mi padre, no vacilo en entregar a los dos extranjeros a la multitud, que los lapido ante el palacio. Le digo esto para que sepa que una embajada puede atraer a esos fanaticos que tratan de entrar en el pais por todos los medios, a sabiendas de que no queremos volver a verlos.

– ?Precisamente! -dijo Jean-Baptiste, que continuaba pensativo y que parecia a punto de pronunciar en voz alta los pensamientos que gradualmente le venian a la mente-. No debe confiar una embajada a un desconocido sino a una persona que le sea familiar, alguien que sienta tan poca simpatia como usted por los curas y que se comprometa a no traerlos con la embajada; esto pondria las cosas en otro plano. Majestad, me parece que en realidad tiene poco que temer. La presencia de un emisario de nuestro Rey, testigo de la situacion de vuestro imperio y conocedor de las maniobras de los jesuitas ofreceria la posibilidad de informar sin demora a nuestro soberano de cualquier treta de esos clerigos. Luis XIV tiene influencia sobre el Papa y podria pedirle que moderara sus fervorosas congregaciones. Muchas cosas se deben a que en nuestro pais no se conoce suficientemente a Vuestra Majestad. La simple palabreria medra facilmente donde impera la ignorancia. Perdone mi franqueza, incluso yo me averguenzo de lo que voy a decir, pero los jesuitas han llegado a describir este reino en sus relatos como una tierra de salvajes, ignorantes y brutos. Y ese es el argumento que han esgrimido para intentar traer hasta aqui la luz de la fe. Si yo pudiera aportar un testimonio de la realidad de este pueblo, seguro que el Rey frances lo entenderia. Yo ayudaria a ambos a establecer las relaciones de estima entre grandes soberanos cristianos, uno de Occidente y otro de Oriente. Creo que de ese modo Vuestra Majestad podria impedir la llegada de quienes se empenan en alterar el orden de su reino para aduenarse del poder y las almas.

Al termino de este parlamento que habia pronunciado de corrido, como llevado por una subita inspiracion y en un tono apasionado, Jean-Baptiste miro fijamente al Rey. El soberano, inmovil, se quedo pensativo unos instantes. Luego llamo a un guardia. Un joven muy alto y delgado aparecio con una lanza en la mano y un machete cincelado en la cintura.

– Que alguien vaya a la ciudad y me traiga a Murad inmediatamente -dijo el Rey.

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Un hombre que ha mentido y robado mucho, que ha renegado y traicionado, solo puede esperar la vejez y terminar su vida en paz cuando ha sabido preservar indefectiblemente su amor propio a pesar de todas las felonias. Asi era Murad. El armenio habia alcanzado una longevidad poco frecuente y solo comparable a la de los venerables ancianos del Caucaso, tan lucidos para llevar la cuenta de sus anos, cuya edad siempre confunde a la gente. Murad solo habia conocido dos epocas en su vida: la ninez, en un pueblo cercano al lago Van, hasta que su padre mercader lo llevo consigo a Etiopia. Despues, a partir de los quince anos, la de los servicios prestados con una inmutable lealtad a cuatro reyes abisinios. Lo habia visto todo: las misiones de los jesuitas, su expulsion, ?a anarquia, la asuncion del poder de Basilides, y luego la obra de su hijo y de su nieto Yesu I. Debido a sus dotes para los idiomas, su habilidad diplomatica y su capacidad para juzgar a los hombres nada mas verlos, se convirtio en el emisario de excepcion de los Negus, concretamente en la India y tambien con los holandeses de Bali. Y habia tenido el honor de volver de aquella mision con una enorme campana de bronce que los batavos le regalaron para honrarle.

Jean-Baptiste habia hablado con Murad en varias ocasiones desde que estaban en Gondar. La primera vez fue para prescribirle un tratamiento destinado a sanar una enfermedad poco comun para su edad, y que habia contraido ya «veinticuatro veces», a decir de la gente, debido a que su vigor sexual seguia intacto. Los remedios de Poncet habian dado un buen resultado, y el anciano se encaminaba hacia su sifilis numero veinticinco cuando una noche que estaba en compania de una joven huri le dio un ataque que le impidio hacer uso de una mitad de su cuerpo. Gracias a los cuidados de Jean-Baptiste pudo recuperar el movimiento en la parte danada, aunque le quedaron como secuelas una mano inutil y el labio caido. Pese a ello, Murad discurria tan bien como siempre y Poncet se sintio aliviado al saber que el Rey iba a prestarse a escuchar la opinion de un hombre que siempre habia mostrado tan buena disposicion con respecto al joven medico.

El anciano aparecio al cabo de una hora. En su cara se dibujaba la expresion de disgusto de quien ha sido despertado en el primer sueno. Jean-Baptiste sabia que dormia poco y muy mal, pero intuyo que el anciano estaba haciendo comedia para disimular la alegria que sentia de que el Emperador aun reclamara sus consejos. Ademas, como negociante avispado que era, podia permitirse estipular muy alto el precio de su aparente esfuerzo, a sabiendas de que recibiria una retribucion acorde con su supuesto sacrificio.

El Rey le expuso el asunto de la embajada de Jean-Baptiste sin mencionar el aspecto amoroso, y pidio a Murad su opinion respecto a la viabilidad de tal empresa y los medios para llevarla a cabo.

El viejo escucho desde una especie de silla curul con incrustaciones de nacar que formaba parte del mobiliario de caza del soberano. Estaba sentado de medio lado, y se apoyaba en un codo, con los ojos entornados. Tenia los parpados casi cerrados y los ojos nublados por unas manchas blanquecinas. No obstante, Jean-Baptiste intuia que su mirada penetrante se clavaba en todas partes y que era observado con suma atencion. Una expresion apasionada se dibujo en el rostro del joven, que no intento disimular el deseo de hacer realidad la encomienda del Negus. Despues de haberse tomado un tiempo prudencial para estudiar las palabras del Rey, Murad dijo con una voz algo entrecortada por la enfermedad:

– Majestad, es una idea excelente. Pero como decia Herodoto, la lira puede ser un instrumento musical o un arco, o sea un arma, todo depende del uso que se haga de ella. Tambien esta empresa puede acarrear resultados muy distintos, segun la forma en que se maneje.

Murad hablaba siempre asi. Nunca emitia un juicio que no albergara la sentencia veridica o inventada de un filosofo griego, como un guerrero que se esconde tras su escudo para aproximarse mas a aquel a quien desea asestar un golpe. El Rey espero que continuase.

– En primer lugar -dijo Murad con una expresion de profundo abatimiento- no tiene que escribir nada, Majestad. La ruta es muy larga desde aqui hasta las capitales de Occidente y existe el nesgo deque su carta caiga en manos de desaprensivos que hagan mal uso de ella. Esa circunstancia podria incluso darse aqui. Figuiese el partido que sacarian los sacerdotes si descubrieran que pretende enviar una embajada. Por otro lado, suponiendo que eso ocurriera en ruta, los turcos se enterarian de sus intenciones y el senor Poncet seria desenmascarado como su protegido. Y tambien podria ocurrir alli. Ya conoce a los jesuitas, su habilidad para manipular las leyes, y su mente retorcida y perfida. Cualquier palabra anodina les autorizaria a pensar que usted solicita su presencia, que quiere prestar juramento de fidelidad a Roma o quien sabe que. Asi pues, nada de escribir.

– Pero en ese caso, ?como vamos a mandarla? -pregunto el Rey, que habia escuchado estas palabras de pie, con las manos a la espalda.

– Pues igual que hizo su padre y su abuelo. Y como usted mismo ha hecho muchas veces.

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