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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 27


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– Yo creo que deberiamos llevar a un capuchino con nosotros -dijo el maestro Juremi con la mayor seriedad del mundo- y hacerle trizas en cuanto estemos lejos de aqui.

El padre De Brevedent se sobresalto. Como de costumbre, antes que dirigirse al protestante, tuvo que hacer su puntualizacion particular a Poncet.

– En primer lugar -dijo-, asociar a los franciscanos reformados a nuestra empresa va totalmente en contra de nuestra mision. Y en segundo lugar, solo una mente irreligiosa puede concebir la idea de matar curas.

– Bueno, pues a ver si se le ocurre algo mejor -dijo Juremi con maldad.

Poncet se levanto y dio unos pasos por el patio hasta el limite de la oscuridad, antes de volver junto a sus companeros.

– Tenemos que irnos esta noche -dijo.

– ?Irnos! -exclamaron los otros dos, por una vez al unisono.

– Si, irnos. Tenemos dos dias y dos noches por delante. Hay que pensar en algo para enganar a los espias de los capuchinos y hacerles creer que seguimos en la ciudad. Y entretanto, les tomaremos tanta ventaja como podamos.

– No conocemos la region -dijo el padre De Brevedent.

– Y la caravana no sale hasta dentro de una semana -anadio el maestro Juremi.

– No esperaremos a la caravana. Hadji Ali nos servira de guia.

Poncet descubria sus propias respuestas a medida que las enunciaba, como los candidatos a los que la emocion no deja reflexionar y que sin saber como y casi a su pesar se oyen pronunciar ante un tribunal las palabras esperadas.

– Quedaros aqui-dijo-; preparad vuestro equipaje, lo minimo. Yo voy a buscar a Hadji Ali.

Antes de que tuvieran tiempo de asimilar la noticia, el ya se habia ido. No se veia casi nada fuera. Jean-Baptiste se deslizaba entre las sombras y tropezo con las piedras que pavimentaban el callejon. Afortunadamente bastaba caminar en linea recta para llegar a la gran explanada de arena que habitualmente ocupaban las caravanas que hacian un alto en la ciudad. Se escurrio entre las tiendas y llego a la de Hassan El Bilbessi. Como habia supuesto, Hadji Ali estaba sentado en unas esterillas dispuestas sobre el suelo de arena, platicando con el jefe de la caravana y otros mercaderes. Tras saludar a todo el mundo y beber tambien un vaso de te hirviendo, Poncet pidio permiso para hablar un momento a solas con Hadji Ali sobre un asunto urgente. Al final consiguio arrancar de mala gana al camellero y lo arrastro a su casa. Le ofrecio asiento en el patio, en el mismo sitio donde unos minutos antes habian conversado los tres.

– ?Que ocurre? ?Por que esta tan inquieto? -pregunto Hadji Ali con expresion sombria.

– Tenemos que marcharnos esta noche -dijo Poncet.

– ?Esta noche? -repitio Hadji Ali, sonriendo con ironia y dejando al descubierto su dentadura mellada.

– No estoy bromeando.

– Es una pena -dijo Hadji Ali con un tono guason-. ?Van a irse solos?

– No, contigo.

– ?Me parece una idea genial! Sin duda el Profeta ha tenido el acierto de prohibir las bebidas fermentadas, que le hacen concebir ideas peregrinas.

– No he bebido ninguna bebida fermentada -se quejo Jean-Baptiste-, y te aconsejo que escuches lo que voy a decirte si no quieres que manana te azoten y te metan en prision.

– ?Y quien me va a meter en prision?

– El Rey.

Hadji Ali empezo a ponerse serio.

– El asunto es el siguiente. ?Te acuerdas de que el consul de Francia se opuso en El Cairo a que te marcharas con los capuchinos?

– Lo recuerdo muy bien.

– Pues tenia razon, y lo que te dijo sobre ellos era verdad. Pero es gente tenaz. Han enviado a dos de los suyos en tu busca para vengarse y te han encontrado.

– ?Aqui?

– Si, aqui. Esos curas tienen una casa en esta ciudad, y el Rey de Senaar les tiene en tanta consideracion que los protege.

Hadji Ali empezo a asustarse. Se le notaba abatido y con una expresion que inspiraba lastima.

– Pero ?como pueden estar furiosos conmigo? -pregunto.

– Estan furiosos con todos nosotros. Se han propuesto impedir a toda costa esta mision. Manana iran a decirle al Rey que no somos medicos sino simples charlatanes, y el Rey los creera. Y lo que es peor, diran que hemos sido enviados por Luis XIV, y nos meteran en prision.

– ?Ay de mi! -gimio Hadji Ali, que en su fuero interno calculaba que parte de esos infortunios podrian recaer sobre el.

– Y a ti que has mentido al soberano, a ti que nos has presentado como medicos francos, a ti te meteran en prision y te azotaran.

– Yo dire que no sabia nada -protesto el camellero.

– Los capuchinos han visto al consul en El Cairo y saben lo que sabes. -Luego, mirandole a los ojos, anadio-: Y si no lo dicen ellos, nosotros lo demostraremos.

Aunque Jean-Baptiste pronuncio esta ultima frase con el semblante mas imperturbable que pudo, no resulto muy convincente. Hadji Ali conocia bien a sus semejantes y sabia por instinto que Poncet no haria nunca tal cosa, ni siquiera contra su peor enemigo. No obstante, la frase dio resultado a traves de un extrano rodeo, pues habida cuenta de que habia conseguido despertar la suspicacia del mercader, todo lo demas parecia autentico. Hadji Ali no dudaba de que los tres francos fueran un peligro real y sopeso sus propios intereses. Le basto una breve reflexion para estimar que no ganaria nada con su muerte. A lo sumo, si los liquidaban en pleno desierto, podria encargarse de su traslado. Pero lo primero que haria el Rey de Senaar, si los encarcelaba, seria apropiarse de sus bienes.

Hadji Ali penso que lo mejor para el seria llevarlos hasta el Negus y recibir de el una gratificacion real, pues el soberano abisinio seguramente quedaria complacido por los servicios de Poncet. De paso se ganaria el reconocimiento de los francos de El Cairo. Si, era evidente que le interesaba mas salvar a los viajeros. Ademas, si partian de Senaar a todo correr se verian obligados a abandonar parte de su cargamento, y Hadji Ali podia convertirse en su beneficiario. La decision por lo tanto estaba tomada. No obstante debia exponerla como si se tratara de un penoso sacrificio, para sacarle a Poncet una buena tajada.

Hadji Ali empezo a gimotear y se enjugo el sudor que le habia caido por la frente cuando el franco menciono el latigo y la prision. Hablo de dinero, y un cuarto de hora mas tarde el acuerdo se cerraba solemnemente. Partirian los cuatro, los tres francos y Hadji Ali, con cinco camellos y un minimo de bultos. Cada viajero llevaria en su montura sus efectos personales y sus armas. El camello de carga transportaria principalmente los regale* destinados al Negus y el cofre de los remedios. Todo lo demas -tenian otros muchos instrumentos cientificos, presentes para las autoridades que encontraran ocasionalmente y mudas de recambio- lo dejarian a buen recaudo aquella misma noche en casa de una viuda que acostumbraba consolar al camellero siempre que pasaba por Senaar. La mujer esconderia todo hasta su proximo viaje. Hadji Ali exigio finalmente que a partir de ese dia los camellos pasaran a ser de su propiedad y que los francos le abonaran en concepto de alquiler una suma previamente estipulada.

A cambio de estas ventajas, Hadji Ali acepto la escapada, e incluso busco la complicidad de Hassan El Bilbessi para encubrir la huida. A partir de la manana siguiente, a cualquiera que le preguntase por los francos, este responderia que habian ido en busca de plantas al rio y que Hadji Ali se habia encerrado en el hammam, aquejado de una migrana. Despues ya se veria.

Descansaron un poco, aunque no pudieron dormir. A las dos de la madrugada, Hadji Ali, que habia ido a hablar con Hassan El Bilbessi, volvio a la casa con un camello que cargaron con dos baules. Luego, los tres se deslizaron por el callejon a pie detras del camellero, con sus mantas de grupa y sus sillas. Colocaron los arneses a los camellos que estaban atados lejos de la caravana y se pusieron en camino. La noche era absolutamente cerrada, pero afortunadamente para todos, Hadji Ali conocia bien la region. Nada es tan reconfortante como huir. Ya no tenian miedo. Durante varias horas avanzaron con prudencia, a buen ritmo. La ciudad estaba lejos, y ya no se oian los perros. A su izquierda, la oscuridad exhalaba un aliento humedo que debia provenir del rio. Al rayar el alba, despues de haber remontado la orilla del Nilo azul, descubrieron ante ellos unas cabanas de barro seco que emergian de un tapiz de canas. Unos bueyes sorprendidos, al borde de la ribera, resoplaban como si quisieran alejar mas deprisa los ultimos retazos de la noche fria. Un puente de troncos franqueaba el Nilo; empujaron a sus bestias y, cuando lo hubieron cruzado, partieron al galope hacia la luz malva de Oriente.

La tranquilidad de Alix y Francoise, que habian adquirido la costumbre de encontrarse todas las mananas en la terraza de los droguistas, se vio amenazada de repente por la persona aparentemente mas inofensiva. El padre Gaboriau, tan apacible, tan docil a su tratamiento y que tan poco les incomodaba, sufrio un ataque. Un dia, a la hora de despertarlo, Alix encontro al pobre hombre en el divan con una mano colgando, un ojo desmesuradamente abierto y la boca torcida.

El viejo sobrevivio, aunque se quedo paralitico y mudo. Su defeccion estuvo a punto de tener consecuencias fatales para las dos amigas, pues el consul se aferro a este pretexto para terminar con aquellas salidas que unicamente habia autorizado bajo la coaccion mas execrable. Su hija apelo al compromiso moral de cara a los «propietarios del laboratorio», pero el diplomatico se encogio de hombros. Bonitas palabras para calificar a aquel par de truhanes, penso. Llegaron casi a los gritos pues Alix dio muestras de una resistencia impropia de ella hasta entonces. Al final obtuvo el permiso para reemprender sus funciones, a partir de entonces en compania de la senora De Maillet. Entretanto, Francoise permanecio escondida. Desde la primera visita, Alix obligo a su madre a escuchar fastidiosas explicaciones sobre una botanica que iba inventando sobre la marcha, salpicada de innumerables palabras latinas creadas para la ocasion, e interminables paradas frente a las plantas crasas mas modestas, que la muchacha elevaba al rango de especimenes unicos en el mundo. La pobre mujer se aburrio tanto que al regresar tenia migrana y dolor de piernas. Aun saco fuerzas para volver una segunda vez, pero eso fue todo. El aire de aquel invernadero, declaro, era deletereo para su salud; no obstante, reconocio que resultaba muy beneficioso para su hija. La senora De Maillet persuadio a su marido de que el entretenimiento de las plantas era una pasion inofensiva para Alix y que seria peor contrariarla que complacerla. El consul cedio, primero porque no habia oido ningun comentario adverso en la colonia a proposito de aquellas visitas, y segundo porque incluso habia recibido las felicitaciones de un mercader cuyo hijo tenia un invernadero. Alix, que temio por un momento no poder continuar con sus visitas o ser vigilada mas de cerca, obtuvo la benevola autorizacion de su padre para acudir sola, de modo que a partir de entonces pudo ver a Francoise sin que la vigilaran.

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