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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 26


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En Senaar todo empezo a las mil maravillas. Se presentaron en el palacio para darle al Rey sus cartas y sus presentes. Como en Dongola, el soberano, al saber que Poncet era medico, le pidio que curara a uno de sus parientes. A partir de ese momento las cosas dieron un giro.

En una estancia contigua al salon del trono, el Rey habia convocado a Poncet y al maestro Juremi, pues en la carta de presentacion rezaba que este ultimo era un boticario titular. El soberano era un hombre enjuto, con la piel negra y mate como el carbon; sus ojos pequenos reflejaban la inquietante crueldad de quien ha ordenado muchos actos espantosos y teme ser objeto de venganzas aun mas abominables en el momento mas inesperado. Hadji Ali no fue convidado al examen pues el Rey en persona iba a explicar el asunto en arabe, lengua que Poncet y el maestro Juremi comprendian perfectamente. Un guardia hizo entrar a un muchacho de unos catorce anos, que pese a su edad era mas alto que los dos franceses. Por mandato del Rey, el joven paciente se desprendio de la tunica negra con bordados en oro y enseguida se hizo patente toda su delgadez.

Debajo de su fina piel se percibia cada uno de sus musculos, como si se tratara del engranaje de un mecanismo. Tenia el vientre liso y el ombligo hacia fuera, como el cuello de un ave. Lo mas extraordinario era que el adolescente parecia estar bien, a no ser por su extremada delgadez.

– Es el hijo de mi tercera mujer -dijo el Rey-. No sabemos que le ocurre. Tal come, tal hace. Si come mijo, hace mijo; si come sorgo hace sorgo, si come carne hace carne.

Se volvio hacia los medicos a la espera de su opinion.

– ?Que te parece? -le pregunto Poncet a su amigo.

Despues de la bronca que habia tenido con Joseph de buena manana, Juremi estaba de un humor corrosivo.

– Es muy facil -dijo con tono desdenoso-. Esta claro que come mierda.

A Jean-Baptiste le sorprendio tanto la respuesta de su amigo que solto una carcajada. Se controlo inmediatamente, pero el mal ya estaba hecho. El Rey creyo que se estaban burlando del paciente, o peor aun, de su persona, y le pidio a Poncet que tradujera lo que habia dicho el boticario. Jean-Baptiste dijo que no valia la pena e improviso unas palabras, que no complacieron al soberano.Todo fue en vano. Poncet prodigo sus cuidados mas atentos al muchacho, le administro drogas, que a partir del dia siguiente le ayudaron a retener mejor lo que comia. La confianza del Rey, como un plato resquebrajado a punto de romperse, habia sufrido tal ataque que ya era casi imposible de recuperar.

Por si esto fuera poco, sobrevino un incidente que no habria tenido nada de particular en circunstancias normales, pero que tal como estaban las cosas contribuyo a agrandar aun mas la grieta que terminaria en ruptura. El padre De Brevedent fue el artifice de la catastrofe.

En cuanto supo quien era el franco que iba por delante de la caravana, el jesuita acepto la compania del protestante, porque al menos estaba seguro de que no era un capuchino. Por otro lado, con el paso de los dias, se habia convencido de que el peligro se habia desvanecido, y que habia adquirido ventaja sobre sus competidores al haber salido tan precipitadamente de El Cairo.

Brevedent estaba tan confiado que se le ocurrio la idea de pedirle a Poncet que le acompanara a visitar -siempre al amparo de su falsa identidad de domestico- la casa de los capuchinos que habia en Senaar y que albergaba una pequena comunidad de monjes. De este modo podrian conocer algun nuevo detalle sobre la region, y tal vez enterarse de si los capuchinos tramaban algo con respecto a Abisinia. Poncet acepto. Dejaron al maestio Juremi en la ciudad, en la casa que Hadji Ali habia alquilado para ellos, y salieron a pie hacia el convento.

Aunque puede parecer curioso que el Rey de este estado musulman aceptara la instalacion de un hospicio catolico en la capital, lo cierto es que habia una explicacion. En la corte, los capuchinos habian empleado unos argumentos totalmente contrarios a los que habian esgrimido con el Papa para recibir el visto bueno de su mision. En Roma habian afirmado que iban en auxilio de los catolicos perseguidos que se habian refugiado en Senaar tras la expulsion de los jesuitas. Pero todos sabian en el reino, y el Rey el primero, que esos catolicos refugiados no existian. Para empezar, porque los jesuitas no habian convertido a nadie en Abisinia, salvo al Negus, y por poco tiempo. Asi que habian tenido que irse como habian llegado, solos. En aquellas tierras, los asuntos de la autoridad estaban concebidos de tal manera que si hubiera habido catolicos en Senaar, el Rey nunca habria permitido la entrada en el pais a los sacerdotes romanos por miedo a una rebelion en su contra. Pero en vista de que no habia ninguno y de que los religiosos se comprometian a no intentar convertir a los musulmanes, sopena de exponerse a sufrir los castigos mas aterradores, el soberano no habia tenido inconveniente en hacer un hueco a aquel punado de extranjeros pacificos que daban clases a los ninos, cuidaban algunos enfermos y sacaban a Senaar del aislamiento, vinculando a su Rey con Europa, ya que gozaban del favor del Papa.

Poncet, seguido de Joseph, franqueo el portalon de madera del convento y entro en un patio espacioso. En el suelo de polvo rojo habia grandes vasijas de porcelana en las que se habian plantado naranjos. El capuchino recibio a los visitantes con gran naturalidad, como si los estuviera esperando. Los condujo a una estancia sin ventanas que daba al patio, como todas las demas, y les ofrecio asiento en taburetes bajos tensados con correas de piel trenzada. Unos minutos mas tarde, otros cuatro hermanos se reunieron con ellos. Sus habitos, que eran como los de san Francisco, ni mas ni menos, parecian ropas arabes en aquel decorado. Curtidos como estaban, con sus barbas negras y su aspecto de campesinos de los Abruzos, podian pasar perfectamente por campesinos autoctonos de este reino de Nubia, a no ser por la pequena cruz que llevaban alrededor del cuello.

Uno de los hermanos, que se hacia llamar Raimundo, dijo que era el superior. Presento a sus companeros, que tenian tan mal aspecto como el, senalo a los otros dos monjes que estaban un poco rezagados y que miraban a Poncet con un aire sospechoso y dijo:

– Estos dos hermanos han venido a visitarnos. Llegaron de El Cairo ayer por la manana.

– ?Ayer por la manana! -exclamo Poncet-. ?Por donde han pasado? Tendriamos que haberlos visto en Dongola.

– Aqui llegan unas cuantas caravanas -dijo el hermano Raimundo-. Han descendido por el valle del Nilo hasta la segunda catarata, y luego han atravesado el desierto de arena que esta al norte.

– Es un camino mucho mas largo -dijo Poncet.

– Depende de la estacion. Cuando el Nilo no esta en crecida, se puede galopar a caballo por el valle y se avanza deprisa.

Jean-Baptiste les pregunto la fecha de su partida y calculo que habian abandonado El Cairo diez dias mas tarde que el.

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Cuando regresaban del convento a traves de callejuelas oscuras, el supuesto Joseph estaba mas aterrorizado que nunca. Las sombrias advertencias del padre Versau, que le habia sermoneado antes de partir a proposito de las dudosas maniobras de los capuchinos, se veian ahora justificadas y de la forma mas inesperada. Un sinfin de presencias y amenazas parecian bullir en la calidez de la noche. El jesuita pensaba en los dias y dias de viaje que habian necesitado para llegar hasta aquella region, y en ese momento le pesaban como si fueran losas de granito que le separaban de la luz. Podian gritar o morir, pero nadie acudiria a socorrerlos. Estos siniestros pensamientos alimentaban los ruidosos bufidos que el cura soltaba como si fuera una ballena. Jean-Baptiste, crispado, habia apresurado el paso y le llevaba unos cuantos metros de delantera para no oirlo. Bastante injustamente, descargo sobre el pobre infeliz, que solo habia cometido el error de haberlos lanzado a la boca del lobo, toda la furia que llevaba dentro, solo de pensar en el chantaje de los capuchinos. En este estado, desafiante uno y desesperado el otro, entraron en la casa donde les esperaba el maestro Juremi.

Este estaba sentado tranquilamente en el patio sobre unas cajas de mimbre y leia a la luz de un fanal de laton. Poncet y Joseph se sentaron cada uno en un baul, frente a el.

– Los capuchinos lo saben todo -dijo Jean-Baptiste.

El padre De Brevedent mantenia la cabeza baja y el semblante lugubre.

– Quieres decir que*…

El maestro Juremi hizo un ademan con el menton, senalando al jesuita, sin desviar la mirada.-No. Afortunadamente, no creo que sepan eso.

– Entonces, que…

– Pues lo mas importante, que vamos en embajada en nombre de Francia.

– Hay que decirles que se callen -dijo el maestro Juremi, levantandose anquilosado de su asiento improvisado.

Las paredes de adobe que rodeaban el patio no rebasaban la altura de un hombre. Detras de esa barrera fragil se oian los ruidos de la noche: conversaciones lejanas y gritos de ninos, murmullos cercanos, aullidos de perros y el ruido de pezunas. Por encima de ellos, en la profundidad celeste de una noche sin luna, abrumadora y colmada de estrellas, una gran rafaga de viento soplaba en las alturas.

– Pero ?que quieren exactamente? -dijo el maestro Juremi, inmovil.

– Que llevemos con nosotros a dos de los suyos. Poco despues de nuestra partida fueron a ver al consul, en El Cairo, y todavia no se resignan a haber perdido la oportunidad que para ellos supone la mision de Hadji Ali.

– ?Y si nos negamos?

– Se lo diran todo al Rey de Senaar. ?Sabes que significa eso? Pues veras, el principe es musulman y le parece bien dejar pasar a un medico para el Negus, pero nunca autorizara la embajada de un rey cristiano.

– ?Y entonces?

– Para empezar, supongo que nos haran prisioneros. Y como esos senores capuchinos nos han dado a entender, no se contentaran con eso. El populacho los respeta, y no les costara nada infundirles una mala opinion de los extranjeros. Todos diran que somos hechiceros, y mi cofre lleno de frascos sera una prueba estupenda. Pediran nuestras cabezas al Rey. Y se las concedera con mucho gusto…

– ?Que les habeis respondido? -pregunto el maestro Juremi.

– Que teniamos que organizamos con Hadji Ali, que hariamos lo que pudieramos. Resumiendo, que necesitabamos dos dias.

– Estupendo -dijo el maestro Juremi-. ?Y que vamos a hacer durante esos dos dias?

Poncet fruncio el ceno para indicar que ignoraba la respuesta. Se quedaron pensativos. Jean-Baptiste mantenia la calma, aunque la situacion era extremadamente critica. En ese instante en que todo parecia definitivamente perdido, le irritaba aquel contratiempo, pero notenia ninguna duda sobre el feliz desenlace de su viaje. Seguramente Alix era la fuente de esa confianza.

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