La batalla - Rambaud Patrick - Страница 41
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Capitulo sexto . SEGUNDA NOCHE
Era una noche sin luna. Los ultimos incendios banaban la ribera izquierda con una luminosidad palida y rojiza que deformaba el paisaje. Habia empezado a soplar un viento que agitaba el follaje de los olmos, sacudia los arbustos e impulsaba unos nubarrones negros y cargados de lluvia. En la ribera arenosa de la isla Lobau, entre los agrupamientos de carrizos inclinados, el emperador avanzaba con Massena. El mariscal se habia alzado el cuello de su largo manto gris y metido las manos en los bolsillos. Con el cabello corto que revoloteaba como pequenas plumas en las sienes, de perfil se parecia a un buitre. A pesar del estruendo del rio, los dos hombres percibian como un eco el rumor amortiguado de la planicie, el chirrido de las ruedas, las llamadas, los ruidos de zuecos y cascos de caballos que golpeaban la madera del cercano puente pequeno. Napoleon hablo en un tono alicaido:
– Todo el mundo me miente.
– No representes tu comedia conmigo, que estamos solos. -Se tuteaban como en el tiempo de las expediciones italianas del Directorio.
– Nadie se atreve jamas a decirme la verdad -se lamento el emperador.
– ?No es cierto! -replico Massena-. Somos unos cuantos quienes podemos hablarte cara a cara. ?Ahora, que nos escuches es otra cuestion!
– Unos cuantos. Augereau, tu…
– El duque de Montebello.
Jean, claro. Nunca he conseguido asustarle. Una noche, antes de no recuerdo que combate, empuja al centinela, entra en mi tienda y me saca de la cama para gritarme al oido: «?Es que te burlas de mi?». Discutia mis ordenes.
– Deja de hablar en preterito imperfecto. Todavia no ha muerto y ya le entierras.
– Su gravedad es extrema, Larrey me lo ha confesado.
– Uno no se muere por perder una pierna. A mi me falta un ojo por tu culpa, ?y he sufrido alguna disminucion por eso?
El emperador fingio que no habia comprendido la alusion a aquella caceria en la que dejo tuerto a Massena y acuso de torpeza a Berthier. Se quedo pensativo un momento, y al cabo dijo en un tono mas desabrido:
– Estoy seguro de que todo el ejercito se ha enterado antes que yo de la desgracia de Lannes.
– Los soldados le aprecian y se preocupan por el.
– ?Tus hombres? ?Se han desmoralizado al conocer la noticia?
– No se han desmoralizado, pero les ha afectado. Son valientes.
– ?Ah, si fuese posible cuidar a ese pobre Lannes en Viena, en unas condiciones mejores!
– Hazle cruzar el rio en una embarcacion.
– ?Es que no piensas? El viento, la corriente… sufriria sacudidas como un saco y no lo soportaria.
El emperador azoto las canas con la fusta, mientras reflexionaba. Asi transcurrieron uno o dos minutos, y por fin dijo en voz firme:
– Necesito tu ingenio, Andre.
– ?Quieres saber que haria yo en tu lugar?
– Berthier preconiza que nos pongamos a cubierto en la orilla derecha.
– ?Eso es una tonteria! -El estado mayor cree detras de Viena.
– El estado mayor no tiene que pensar, sobre todo al reves. ?Y luego que? ?Ya que estamos ahi, volvamos a Saint-Cloud! Si abandonamos esta isla, firmamos la victoria de Austria. Pues bien, no hemos perdido.
– Tampoco hemos ganado.
– ?Hemos evitado una terrible paliza! -La fatalidad me persigue, Massena.
– El archiduque Carlos tampoco ha vencido, lo hemos mantenido a distancia, sus tropas estan derrengadas, casi no le quedan municiones…
– Lo se -dijo Napoleon, y dirigio su mirada al rio-. Es el general Danubio quien me ha vencido.
– ?Vencido! ?No seas zafio! El ejercito de Italia viene a nuestro encuentro. La semana pasada, el principe Eugenio se apodero de Trieste, y marchara sobre Viena con sus nueve divisiones, ?mas de cincuenta mil hombres! Lefebvre entro en Innsbruck el 19, tras terminar con los rebeldes del Tirol, y si nos aporta sus veinticinco mil bavaros…
– Asi pues, ?tenemos que encerrarnos en esta isla?
– Esta noche hay tiempo para que pasen rapidamente nuestras tropas.
– ?Puedes asegurarme una retirada ordenada?
– Si.
– ?Magnifico! Vuelve a tu puesto.
El silencio desperto a Fayolle. Abrio los ojos y se dio cuenta de que los combates habian cesado con la oscuridad. El coracero estaba tendido boca arriba, demasiado entumecido para sentarse y desprenderse de la pesada coraza. Aunque se hubiera erguido, como la oscuridad de la noche era total, no habria podido ver los millares de cadaveres que cubrian la planicie, que se pudririan alli mismo y serian despedazados por los cuervos. Se palpo el rostro, doblo una pierna, luego la otra… no tenia nada, todo parecia en su sitio. Un viento fresco curvaba las espigas que aun estaban en pie, un olor a polvora, estiercol de caballo y sangre flotaba en el aire. Fayolle oyo un ruido de roedura; algun bicho se habia encaprichado de sus alpargatas desgarradas. Sacudio el pie. Una especie de roedor peludo atacaba con afan la suela de canamo, y el brusco movimiento le hizo huir. Fayolle, hombre de los bajos fondos parisienses que solo conocia las ratas, ignoraba el nombre de aquel animal. Aspiro hondo y penso que se estaba aprovechando de una paz extrana y egoista. Siempre habia sido un solitario. Mozo de cuerda, trapero, echador de cartas en el Pont-Neuf, a los treinta y cinco anos habia vivido mucho, pero mal. La Revolucion ni siquiera le habia simplificado la vida, y no habia sabido aprovecharse del reinado de Barras, a pesar de que este favorecia la rateria. En esa epoca, que siguio a la del Terror, se habia instalado en el pasaje del Perron para revender generos robados, jabon, azucar, tuberias, lapices ingleses, y aprovechaba la proximidad para deambular por el Palais-Royal, donde habia centenares de mujeres que puteaban bajo las arcadas y las galerias de madera que las prolongaban. En el piso superior de un restaurante, el techo del salon oriental se abria y bajaban del cielo diosas desnudas en un carro dorado. En el establecimiento medianero, las hetairas le masajeaban a uno en una banera llena de vino. Todo esto se lo habian contado, porque con su gorro de piel de zorro y su aspecto triste jamas le habrian dejado entrar. Se limitaba a mirar con ganas las que llamaban la atencion por medio de grabados eroticos o se levantaban las faldas. Otras, a fin de enternecer al personal, paseaban ninos que habian alquilado. Algunas llamaban a los posibles clientes por encima del cafe de los Ciegos, con sus sombreros negros provistos de borlas doradas y calzadas con zapatillas de saten. Eran magnificas, pero no daban credito. Se llamaban como en los poemas, Betzi la mulata, Sophie Cuerpo Hermoso o Lolotte, Fanchon, Sophie Pouppe, la Sultana. Chonchon la Garbosa dirigia una casa de juego. La Venus era una heroina, porque se habia resistido a los intentos del conde de Artois…
Fayolle habia creido que el uniforme azul con adornos rojos de los coraceros le favoreceria en su relacion con las damas, o por lo menos protegeria sus bandidajes, pero no fue asi: jamas consiguio nada a no ser por la fuerza y gracias a la guerra. Penso de nuevo en una guapa religiosa violada durante el saqueo de Burgos, y luego en aquella tigresa de Castilla que le habia aranado la cara y a la que luego entrego a un lancero polaco brutal. Volvio a pensar sobre todo en la campesina de Essling, en sus ojos obsesionantes que le miraban con fijeza desde el mas alla. Se estremecio. ?Era de temor o de frio? El viento se volvia glacial. Hizo un esfuerzo para coger el manto pardo y, apoyado en un codo, oyo un crujir de ruedas.
Fayolle entrecerro los ojos e intento distinguir las formas en la negrura. Muy lejos, tanto hacia el Bisamberg como hacia el Danubio, los vivaques iluminados le permitian calcular la distancia de los campamentos. ?Quienes venian? ?Austriacos? ?Franceses? ?Que hacian? ?Que objeto tenia aquella carreta? Los individuos se aproximaban, puesto que el ruido de las ruedas iba en aumento, y con el se confundian unas voces amortiguadas y un sonido de metal contra metal que no le sugeria nada. En la duda volvio a tenderse y decidio mantener una inmovilidad absoluta. La carreta avanzaba en su direccion, y ya debia encontrarse tan solo a unos metros. Con los ojos semicerrados, Fayolle entrevio unas siluetas inclinadas que sostenian faroles. A la tenue luz reconocio un gorro de granjero austriaco con su rama frondosa a modo de penacho. Retuvo la respiracion y se hizo el muerto. Unos pies pisotearon el trigal y se detuvieron a su altura. Una mano le desanudo la pechera de hierro. Noto un aliento cerca de la cara.
– Venid, aqui hay una buena cosecha…
Al oir estas palabras pronunciadas en frances, Fayolle agarro la muneca del ladron, el cual chillo:
– ?Hola! ?Mi muerto se espabila! ?Socorro!
– Cierra el pico le dijo uno de sus compinches.
Fayolle se sento, apoyado en ambas manos. Dos servidores de ambulancia le miraban con los ojos desorbitados.
– ?Asi que no estas muerto? -le pregunto Gordo Louis.
– Ni siquiera parece demasiado herido -anadio Paradis, quien ahora se tocaba con un gorro austriaco.
– ?Que estais haciendo? -gruno Fayolle en tono amenazante.
– ?Calmate, amigo!
– Bien lo ves, recogemos las corazas, es la consigna -le explico Paradis-. No debemos dejar nada detras de nosotros.
– Salvo los muertos -dijo Fayolle con desprecio.
– Ah, eso… no nos han dicho nada sobre los muertos, y ademas hay demasiados.
Fayolle se levanto por fin, termino de quitarse la coraza y la arrojo al carricoche.
– Puedes quedartela -le dijo Gordo Louis-, puesto que estas vivo.
El coracero se arropo con su manto espanol. Sus ojos se habituaron a la oscuridad de la noche y distinguio decenas de faroles cuyos portadores registraban la planicie. Paradis, Gordo Louis y varios servidores de ambulancia tanteaban el terreno con palos. Cuando tocaban el hierro de una coraza, se agachaban, la desanudaban y la amontonaban en su vehiculo.
– Mira, ese es por lo menos oficial…
Al oir estas palabras de Paradis, Fayolle se acerco en seguida. -?Le conoces? -inquirio Paradis, bajando el farol para iluminar el rostro del caido.
– Era el capitan Saint-Didier.
– No debia de ser muy viejo…
– ?Quitale la coraza y callate!
– De acuerdo, no he dicho nada.
Cuando Paradis hubo terminado su tarea, Fayolle le quito el farol de las manos y se inclino sobre el capitan. Una bala en el cuello habia puesto fin a su vida. Parecia dormir con los ojos abiertos. Su mano derecha sostenia aun una pistola cargada, que no habia tenido tiempo de utilizar. Fayolle abrio los dedos helados y se metio el arma bajo el cinto.
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