La batalla - Rambaud Patrick - Страница 40
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– Lannes, amigo mio, ?me reconoces?
El mariscal abrio los ojos pero permanecio en silencio.
– Esta muy debilitado, Sire-susurro Larrey.
– Pero me reconoce, ?no?
– Si, te reconozco -murmuro el mariscal-, pero dentro de una hora habras perdido a tu mejor apoyo…
– Stupidita! No te vamos a perder. ?No es cierto, senores?
– Lo es, Sire-respondio Larrey con uncion.
– Puesto que Vuestra Majestad asi lo quiere -anadio Yvan. -?Les oyes?
– Les oigo…
– Un medico de Viena ha ideado una pierna artificial para un general austriaco…
– Mesler-dijo Yvan.
– Eso es, Bessler, ?y te hara una pierna y la semana que viene nos iremos de caza!
El emperador abrazo al mariscal. Este le confio al oido, de manera que nadie mas pudiese oirle:
– Deten esta guerra cuanto antes, ese es el deseo general. No escuches a quienes te rodean. Te halagan, se inclinan ante ti, pero no te quieren. Te traicionaran. Por otra parte, ya te traicionan al ocultarte siempre la verdad…
El doctor Yvan intervino entonces:
– Sire, Su Excelencia el senor duque de Montebello esta agotado, debe ahorrar fuerzas, no ha de hablar demasiado.
El emperador se puso en pie, fruncio las cejas y permanecio un momento en pie mirando al mariscal Lannes alli tendido. Se habia manchado de sangre el chaleco. Se volvio hacia Caulaincourt.
– Pasemos a la isla.
El puente pequeno no es muy practicable, Sire.
– Su presto, sbrigatevi! ?Rapido! ?Daos prisa! ?Imaginad una solucion!
El emperador no podia servirse sin inconvenientes de un pequeno puente que los carpinteros de armar consolidaban, obstaculizados en su tarea por el flujo incesante de los mutilados. Estos desdichados temblaban de fiebre y de furor, atropellandose, pasando por encima de los que caian al suelo, dandose empujones, sujetandose a los cordajes y las amarras que a veces se rompian, se peleaban e insultaban. Algunos saltaban a las olas, o penetraban sin vacilar con sus caballos en el tumulto de las aguas. Caulaincourt hizo liberar uno de los pontones, se aseguro de que era estanco y solido, eligio diez remeros entre los marinos del cuerpo de ingenieros mas robustos, y el emperador, en el crepusculo, erguido en medio de aquella embarcacion a la deriva, varo en la isla Lobau a doscientos metros mas arriba del punto de desembarco.
Cruzo a pie el monte bajo y las franjas arenosas donde se amontonaban millares de moribundos, muchos de los cuales le tendian los brazos como si tuviera el poder de curar, pero el em perador miraba con fijeza al frente y sus oficiales le protegian rodeandole. Llego a su tienda, un gran pabellon de cuti rayado azul celeste y blanco. Constant, que le esperaba alli, le ayudo a quitarse la levita y la guerrera verde. Mientras se cambiaba el chaleco de casimir manchado por la sangre de Lannes, el emperador mascullo:
– ?Escribid!
El secretario, que estaba sentado sobre un cojin en la antecamara, mojo la pluma en el tintero.
– Las ultimas palabras del mariscal Lannes. Me ha dicho: «Deseo vivir si puedo para servirss…».
– Serviros -repitio el secretario, que escribia deprisa y corriendo sobre su escritorio portatil.
– Anadid: «Asi como a nuestra Francia»… -Anadido.
– «Pero creo que antes de una hora habreis perdido a quien ha sido vuestro mejor amigo…»
Y Napoleon se interrumpio y aspiro por la nariz. El secretario permanecio con la pluma en el aire.
– ?Berthier!
– Todavia no esta en la isla -le dijo un ayudante de campo en la entrada de la tienda.
– ?Y Massena? ?Ha muerto?
– No se nada, Sire.
– No, con Massena no acabaran asi como asi. ?Que venga en seguida!
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