La batalla - Rambaud Patrick - Страница 35
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Dieron las ocho de la manana. Los dos muchachos se internaron en las calles de la ciudad vieja, cogidos del brazo, y canturreaban como si estuvieran achispados.
– En tiempo de guerra -habia dicho Ernst-, las patrullas no interpelan a los borrachos jaraneros.
Pasaron ante la iglesia de los dominicos, se cruzaron con una patrulla de la policia que se burlo de ellos y, finalmente, Ernst llevo a su nuevo adepto a un pasadizo cubierto. Helos ahi, en un pa tio pavimentado. Ernst se dirige a una de las puertas y llama varias veces de acuerdo con un codigo, les abren, entran en un pasillo y luego en una habitacion alargada e iluminada por dos palmatorias de luz debil. En el extremo de una mesa, un hombre delgado y entrado en anos, vestido de negro, esta leyendo la Biblia.
– Hay que albergar a este hermano, pastor-le dice Ernst. -Que deje su equipaje. Martha le conducira al aposento del tercer piso.
– No tiene equipaje. Habria que procurarle lo necesario.
– ?Lo necesario? -replica el viejo pastor-. Escuchad lo que nos dice el profeta Jeremias… (Toma la Biblia y lee en voz tremula:) «Este es un dia del Senor, el Eterno de los ejercitos. Es un dia de venganza. La espada devora, se sacia, se embriaga con la sangre de sus enemigos. Las naciones se enteran de tu verguenza, hija de Egipto, y tus gritos llenan la tierra, pues los guerreros se tambalean uno sobre otro, caen todos juntos».
– Que hermoso es -dice Ernst.
– Y cuan cierto -anade Friedrich Staps.
Napoleon estaba muy palido, la piel casi transparente, con el semblante liso y desprovisto de expresion de una estatua inacabada. Contemplo el cielo, y entonces poso en el suelo la mirada de sus ojos vacios. En pie a la entrada del puente grande que acababa de romperse y cabeceaba como un barco, observaba el molino consumido del que seria preciso extraer los restos humanos antes de empalmar las dos partes del largo piso que habia reventado alla, a un centenar de metros, en una abertura donde la corriente se precipitaba con la fuerza de un torrente. Silencioso, mas abrumado que contrariado, el emperador tenia las manos a la espalda y apretaba una fusta. Aquella manana la situacion habia sido favorable, la ofensiva eficaz: Lannes habia derrotado el centro austriaco y llevado lejos sus incursiones; Massena y Boudet esperaban para salir del pueblo con sus divisiones. En aquellas inmensas planicies, el emperador ya no podia aplicar su estrategia habitual. Habia probado la sorpresa y la rapidez al surgir de la isla Lobau, incluso habia estado al borde de la victoria, pero la guerra estaba cambiando y, como durante los reinados, una batalla se libraba artilleria contra artilleria, regimiento contra regimiento, con masas que se lanzaban sobre otras masas, cada vez mas hombres, mas cadaveres, mas metralla y fuego. El emperador estaba iracundo al ver, en la otra ribera, aquel suplemento de hombres que necesitaba, el ejercito de Davout inmovilizado, con sus canones inutiles, sus carros de polvora y viveres, sus columnas ociosas.
Unos pasos atras, irritados, inquietos, Berthiery un grupo de oficiales no osaban decir palabra ni hacer un gesto. Esperaban la orden fulgurante, la idea que invertiria la suerte. Lejeune se encontraba entre ellos, despeinado, sin el chaco, el uniforme deshecho. El emperador, fascinado por aquel puente demasiado fragil y demasiado largo que se mofaba de el, grito sin volverse:
– ?Bertrand!
El conde Bertrand, un general discreto y abnegado, se le acerco, con el sombrero bajo el brazo, y se puso firmes. El emperador habia decidido el lugar donde se tenderia el puente, solo el habia determinado el plazo necesario para su construccion, pero queria senalar continuamente responsables, y Bertrand estaba al frente del cuerpo de ingenieros.
– Sabotatore!
– He cumplido vuestras ordenes al pie de la letra, Sire.
– ?Traidor! ?Ved ahi vuestro puente!
– En una noche, Sire, no podiamos hacer una obra mejor en este rio dificil.
– ?Traidor, traidor! (Y a los demas:) Ha agita da traditore! ?Y vosotros tambien! ?Todos! ?Me traicionais!
Nadie le respondio, pues era inutil. Habia que esperar a que la colera del emperador se aplacase.
– ?Bertrand!
– Sire?
– ?Cuanto tiempo para reparar vuestro sabotaje?
– Por lo menos dos dias, Sire…
– ?Dos dias!
Bertrand recibio en pleno rostro un vigoroso golpe de fusta. El emperador respiraba con dificultad. Se encamino hacia su caballo y, con un impaciente gesto de la mano, pidio a Berthier que le siguiera.
– ?Habeis oido las insolencias de ese punetero Bertrand?
– Si, Sire-respondio Berthier.
– ?Cuarenta y ocho horas! ?Donde esta el archiduque?
– En su campamento de Bisamberg, Sire.
– Hummm… No tardara en enterarse de nuestra desgracia.
– Dentro de una o dos horas, ciertamente. Y aprovechara la situacion para enviar contra nosotros el conjunto de sus reservas.
– ?Salvo si perseveramos en el ataque, Berthier! ?Lannes esta en una posicion excelente, ha desorganizado a la infanteria de Hohenzollern!
– Pero van a faltarnos municiones.
– Davout puede abastecernos por medio de barcas.
– En pequenas cantidades, Sire, y corriendo el riesgo de zozobrar.
– Entonces ordenemos el repliegue.
– Si retrocedemos, Sire, los ejercitos del archiduque volveran a formarse.
– ?Y si no nos replegamos, el archiduque intervendra contra nuestros flancos mal protegidos y habra una matanza! Es preciso replegarse.
– ?Donde, Sire? ?En la isla?
– ?Naturalmente! ?No sera en el Danubio, idiota!
– Es imposible que pasen a tiempo cincuenta mil hombres con los canones y el material antes de que los austriacos nos sorprendan de costado en el borde del rio.
– Primero repleguemonos sin apresuramiento hacia nuestras posiciones de la noche. Massena y Boudet se parapetan en sus pueblos y Lannes resiste en el glacis.
– Asi pues, sera preciso resistir durante diez horas…
– ?Si!
A las nueve de la manana, una vez mas el coronel Lejeune galopaba sin alegria por los campos. Iba a entregar al mariscal Lannes la orden de repliegue. Se cruzo con una columna de prisioneros austriacos que avanzaba en sentido contrario, todo un batallon de fusileros sin sombreros y sin armas, cabizbajos, varios de ellos con chirlos, un vendaje provisional alrededor del craneo o un brazo en cabestrillo. Algunos rezagados les seguian cojeando, las polainas ensangrentadas. Pasaban por los trigales y el joven Louison los conducia como si fueran una bandada de ocas, improvisando una zarabanda fatigosa con su gran tambor. Lejeune tenia el corazon oprimido, pero sonrio. Aquello le recordaba la aventura de Gueheneuc despues de la victoria de Eckmuhl. El coronel de ese nombre iba a llevar un mensaje cuando tropezo con un regimiento de la caballeria enemiga, extraviado en la noche, el cual se rindio de inmediato. El emperador se mostro regocijado: «?Sois vos, Gueheneuc, vos completamente solo, quien ha cercado a la caballeria austriaca?». Pero aquella manana, detras de los prisioneros venian los hombres de Lannes, hirsutos y fanfarrones, ataviados con despojos como bandoleros. Llevaban haces de fusiles confiscados y arrastraban cinco canones intactos, con arcones enganchados a caballerias, las cartucheras llenas de cartuchos y una bandera agujereada.
Lejeune prosiguio su camino hacia la linea del frente, que estaba muy avanzada, pues se divisaban a lo lejos cazadores montados en el villorrio de Breintenlee, donde apoyaban el fuego. El mariscal Lannes estaba sentado en una caja de artilleria sin ruedas. Dirigia su batalla distribuyendo ordenes de circunstancias a sus ayudantes de campo, los cuales las llevaban corriendo a SaintHilaire, Claparede o Tharreau.
Cuando Lejeune desmonto, Lannes fruncio las cejas y exclamo:
– ?Ah! ?Aqui tenemos al coronel catastrofe!
– Me temo que Vuestra Excelencia tiene razon.
– Decid.
– Vuestra Excelencia…
– ?Decid! Estoy acostumbrado a escuchar horrores.
– Debeis suspender el ataque.
– ?Como? ?Repetidme esa idiotez!
– La ofensiva se ha interrumpido.
– ?Otra vez! Hace apenas una hora, vuestro compinche Perigord me ha pedido lo mismo, para reparar ese puente del diablo al que una balsa en llamas ha hecho polvo. ?Acaso vuestro puente es de paja?
– Vuestra Excelencia…
– ?Sabeis lo que ha ocurrido, Lejeune? Esos de ahi delante han vuelto a formar al primer respiro, y hemos tenido que reanudar la penetracion. ?Han caido algunos de los nuestros, pero de nuevo hemos desbaratado a los austriacos! Bien, ?tenemos que mirar sentados como se recuperan los titeres de Hohenzollern?
– El emperador ha ordenado el repliegue en Essling.
– ?Como?
– Esta vez es mas grave.
Lejeune conto a Lannes los ultimos acontecimientos. El mariscal, desconcertado, se exaspero.
– ?La victoria era nuestra! ?Lo era, creedme! Una hora mas, el apoyo de Davout y el archiduque estaba listo… -Entonces dicto sus ordenes a los ayudantes de campo-: Que Bessieres vuelva a lle var la caballeria entre los dos pueblos, que Saint-Hilaire y los demas se retiren en orden pero con lentitud, para no mostrar nuestro cambio de opinion repentino, como si tuvieramos una nueva estrategia, como si esperasemos refuerzos inminentes o dejasemos que nuestra artilleria se despliegue en la planicie. Hay que intrigar a los austriacos y no alertarlos.
Se levanto para mirar a sus oficiales que partian a comunicar la orden funesta, y entonces reparo en que Lejeune no se habia movido.
– Gracias, coronel. Podeis regresar al estado mayor. Si salis de esta y algun dia contais nuestra historia un poco loca, os permito decir que habeis visto al mariscal Lannes desarmado, no en el com bate, desde luego, sino por una orden. Basta una palabra para herir a un soldado. ?Que piensa de esto Massena?
– No se nada, Vuestra Excelencia.
– Debe de estar tan enfurecido como yo, pero es menos iracundo y griton. No revela nada. A menos que le importe un bledo… -Lannes aspiro aire tan hondo que se le hincho el pecho-: Quiero que este repliegue sea un modelo en su genero. Corred a decirselo a Su Majestad.
Lejeune se alejo dejando al mariscal Lannes en los trigales. Pensaba que aquella batalla no era ordinaria, que la gente se exaltaba y desencantaba demasiado a menudo y que eso influia en los nervios. La accion se diluia. Ya hacia mucho calor y Lejeune deseaba tenderse y hacer una larga siesta. ?Cuanto le habria gustado Viena, si la hubiera visitado como un simple viajero! Oia resonar en sus oidos el aleman cantarin de Anna Krauss. Cuando terminara la guerra, irian juntos a la Opera. Su caballo brincaba entre cadaveres indiferenciados.
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