La batalla - Rambaud Patrick - Страница 34
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– Ganamos, Saint-Hilaire -dijo Lannes, jadeante, y senalo una escena que tenia lugar en la retaguardia del ejercito austriaco: a cien metros, los oficiales provistos de palos golpeaban a los fugitivos para que volvieran a las filas.
– El emperador tenia razon, Vuestra Excelencia -respondio Saint-Hilaire, sin bajar la guardia.
– El emperador tenia razon -repitio Lannes, mirando a su alrededor.
Y su furia homicida iba en aumento, corrian riesgos enormes, mataban y ellos seguian indemnes, parecian invulnerables. De repente llego la caballeria de Liechtenstein con las espadas desenvainadas, para liberar a sus compatriotas en desbandada, pero los cazadores los recibieron con un fuego violento y luego los coraceros enviados por Bessieres se les enfrentaron para rechazar su ataque. Durante largo tiempo se oyo el estrepito metalico de las corazas golpeadas por los sables. «?Lo mismo que en Eckmuhl!», pensaba Lannes. «Su caballeria solo sirve para cubrir a la infanteria derrotada. ?Mi amigo Pouzet, mi hermano, mi maestro, diria que son muy timidos o que no estan demasiado convencidos! ?Esta noche lo celebraremos en Viena!» Penso en la hermosa Rosalie, en sabanas limpias, en una cena copiosa, en un sueno sin pesadillas. Penso tambien en la duquesa de Montebello, que se habia quedado en Francia, vio su semblante y su sonrisa, y murmuro: «?Ah!, Louise-Antoinette…». Y blandio la espada para proseguir la matanza.
Berthier, el mayor general, habia enviado a Lejeune ante Davout para que apresurase la marcha. Durante el camino, el coronel, que se habia llevado consigo a su ordenanza, le encargo:
– Sigueme por la orilla derecha. Te vienes a Viena y entregaras esta carta a la senorita Krauss.
– Sera un placer, mi coronel -dijo el ordenanza, encantado de una mision facil lejos de la batalla.
Se guardo la carta bajo el dorman y precedio a su oficial por el puente grande.
– ?No tan rapido, imprudente!
El fragor del rio cubrio la voz de Lejeune y su ordenanza, ya muy lanzado, no le oyo. Cabalgaba al trote largo, y mas de una vez el coronel creyo que aquel imbecil caeria al agua, con el caballo y la carta, pues el Danubio, al azotar el puente grande, lo balanceaba, pero no, el ordenanza casi habia llegado al otro lado. Se volvio en la silla, alzo la mano enguantada para saludar a su coronel, el cual le respondio, y clavo ambas espuelas en los flancos de su montura para tomar la ruta de Viena, en sentido contrario a la marcha del ejercito del Rhin. En el horizonte, por encima de las ultimas y ligeras franjas de bruma, Lejeune entrevio el largo campanario de San Esteban y se tranquilizo, pues por fin su carta llegaria a Anne. Contemplo la orilla derecha, por donde avanzaban las interminables columnas de Davout, un convoy de artilleria y carros de municiones y viveres. Algunos cazadores a caballo, de uniforme verde oscuro, con sus gorros de pelo negro, redondos como bolas y encasquetados en la frente, se adelantaban por las primeras tablas del puente. Lejeune empujo a su caballo con las rodillas para ponerlo al paso e ir al encuentro de aquellos hombres sin resbalar en las tablas mojadas y a veces desparejas del piso. Desde la vispera, pontoneros y zapadores se habian organizado para frenar la carrera de los maderos, troncos y brulotes que los austriacos seguian lanzando a la corriente. En cuanto se producia un dano, se apresuraban a hacer un remiendo. Lejeune no presto atencion a ese trabajo convertido en una rutina. Estaba llegando a la mitad del puente cuando le sobresaltaron unos alaridos. Delante de el, los jinetes se habian detenido y contemplaban el rio corriente arriba.
Los gritos procedian de un equipo de carpinteros de armar instalados en uno de los pontones de sosten. Clavaban y consolidaban unas amarras. Lejeune bajo del caballo y se asomo. -?Que pasa ahora?
– ?Que van a lanzarnos casas para romper nuestro puente!
– ?Casas?
– ?Si, mi coronel!
– Vedlo con vuestros propios ojos -le dijo un oficial de ingenieros, despechugado y con un mostacho muy poblado.
El hombre ofrecio a Lejeune su catalejo y le indico un punto a la altura del campanario ennegrecido de Aspern. Lejeune escruto el Danubio y distinguio siluetas con uniforme blanco que se agitaban en un islote poblado de arboles. Miro con mas atencion. Aquellos hombres se afanaban alrededor de un gran molino de agua cuyas norias acababan de retirar. Otros formaban una cadena para trasladar grandes piedras. El oficial de ingenieros habia subido al puente y estaba junto a Lejeune, a quien explicaba:
– Su idea es sencilla, mi coronel. La he comprendido y tiemblo.
– Decidme…
– Hace un momento han recubierto el molino de alquitran y se disponen a atarlo a dos barcas lastradas con piedras. ?Lo veis?
– Continuad…
– Abandonaran el molino flotante en la corriente, tras prenderle fuego, ?y que podemos hacer nosotros, quereis decirmelo?
– ?Estais seguro?
– ?Por desgracia!
– ?Desde aqui les habeis visto recubrir ese molino de alquitran?
– ?Toma! ?Era de madera clara y se ha vuelto negro! Y ademas, su idea es evidente desde hace horas, porque nos envian balsas incendiarias y tenemos que partirnos en cuatro para desviarlas en el rio y apagarlas. Eso es demasiado grande y no podremos pararlo.
– Espero que os equivoqueis -dijo Lejeune.
– Esperar no cuesta nada, mi coronel. ?Claro que me gustaria equivocarme!
No se equivocaba. Obnubilado por aquel molino que tenia la altura de una casa de tres pisos, Lejeune contemplaba la espantosa maniobra. En efecto, los austriacos depositaron su edificio en el agua, donde quedo flotando. Unos granaderos lo acompanaron en barcas hasta el centro del rio, a fin de que no embarrancara demasiado pronto en una u otra de las orillas. Llevaban antorchas de estopa, y las encendieron con eslabones para arrojarlas al pie de la maquina infernal. El molino se incendio en un instante y derivo a merced de la impetuosa corriente.
Entre los franceses, la impotencia hizo que aumentara el panico: ?como desviar el rumbo de aquel artefacto infernal? El molino transformado en brasero movil se aproximo al puente grande adquiriendo velocidad. Los dispositivos inventados por el cuerpo de ingenieros para desviar los brulotes, con cadenas tendidas de una orilla a otra del rio, no bastarian para desviar el colosal proyectil. Sin embargo, cada uno volvia a ocupar su puesto, en las barquichuelas unidas con cabos, varas, bicheros y troncos de arboles colocados como topes, y cada uno aguardaba el choque con ansiedad, preguntandose si sobreviviria.
Lejeune dio una palmada a la grupa de su caballo para que se dirigiera hacia la isla. Los cazadores, impotentes, se habian replegado en la orilla derecha, y las columnas de Davout, horrorizadas por el espectaculo, habian dejado el arma a los pies. El molino en llamas aumentaba de tamano a medida que se aproximaba, se bamboleaba en las aguas revueltas, pero no volcaba. A la altura de las barquillas y de las cadenas tendidas, perdio lienzos de maderamen que saltaron al agua, donde chisporrotearon y humearon, pero el conjunto siguio en pie y acelero su velocidad. Cuando embistio las cadenas, se las llevo por delante y precipito las barquillas contra los maderos en llamas. Las barquillas ardieron con sus ocupantes y se perdieron en los remolinos. Se vio a un soldado adherido al alquitran quemante, pero no le oyeron desganitarse y el hombre se abandono a su vez al Danubio. Nada obstaculizaba la carrera del brulote. Los pontoneros se zambullian, pues ya no tenian tiempo de trepar al piso del puente para huir antes de la colision, y las olas les quebraban los huesos contra los cascos del ponton. Lejeune noto que le agarraban del brazo y vio que era el oficial de poblado mostacho que tiraba de el hacia atras, y corrio hacia la isla Lobau. Oyo a sus espaldas un gran estrepito, y el puente temblo. El oficial y Lejeune cayeron de bruces en las tablas mojadas. Una lluvia de pavesas cayo a su alrededor y las fuertes olas producidas por el choque las extinguieron. Algunos zapadores con las ropas en llamas caian al agua y se ahogaban. Cuando se irguio sobre los codos, Lejeune vio la catastrofe: el puente grande estaba abierto y sus dos pedazos iban a la deriva. El molino desmembrado seguia ardiendo, y el fuego devoraba los cordajes, los maderos, el piso del puente.
Dos jovenes caminaban por la Jordangasse. Eran casi de la misma edad, vestian levita de pano y se tocaban con sombreros de forma alta. El mayor debia de tener veinte anos y jugueteaba con el baston para darse un aire despreocupado. El otro, Friedrich Staps, no habia pasado la noche en su habitacion de la casa Krauss y, por lo tanto, ignoraba que la habia visitado el policia Schulmeister, y que sus tejemanejes, sus mofas, sus secretos y la estatuilla de Juana de Arco habian puesto sobre aviso a Henri Beyle, el inquilino frances del piso superior. Cuando por fin llegaron ante la vivienda, en lugar de despedirse, Ernst le acucio sin mirarle:
– Sigamos caminando como unos paseantes cualesquiera, no te vuelvas…
Friedrich le obedecio, puesto que su amigo adivinaba una amenaza, pero no oso preguntarle la razon de esa desconfianza hasta que estuvieron en la vecina Judenplatz. Fingieron que miraban el escaparate de una sastreria.
– ?Que he de temer?
– Delante de tu puerta habia una berlina.
– Es posible.
– Tengo un sexto sentido para presentir a los guindillas.
– ?La policia? ?Estas seguro? En Viena no me conoce nadie.
– Seamos prudentes. Nuestros companeros te alojaran, no vuelvas a poner los pies en esa casa. ?Has dejado ahi tus cosas?
– Si, claro…
Pensaba sobre todo en la estatuilla, puesto que llevaba el cuchillo encima.
– Mala suerte -dijo Ernst.
– Mala suerte -suspiro el joven Staps, pero sus futuras hazanas exigian sacrificios.
El dia anterior, por la tarde, Staps se habia reunido con Ernst von der Sahala en la tranquila sala de un cafe vienes. Se habian reconocido con la mirada, por sus afinidades, sin tener siquiera necesidad de presentarse.
– ?Como le va a nuestro hermano el pastor Wiener? -le habia preguntado Ernst.
– ?Le bendigo por haberme recomendado a ti!
Ambos eran alemanes y luteranos, pero Ernst pertenecia a la secta de los iluminados que, como otras de la epoca, los filadelfos del coronel Oudet, los concordistas, los caballeros negros, afirmaban que eran tiranicidas y querian acabar con la vida de aquel Napoleon opresor de los pueblos. Los dos muchachos conversaron sentados en mesas contiguas, en un ambiente amenizado por la musica de un violin. Luego habian vagabundeado por las murallas para admirar el campo iluminado por los incendios de la batalla. Staps le habia hablado de su mision y contado que una manana se marcho de casa dejando una nota a su padre: «Parto para realizar lo que Dios me ha ordenado». Se creia elegido, habia oido voces. Habia leido con pasion el Oberon de Wieland, ese ingenuo poema inspirado en la Edad Media en el que un enano, rey de los elfos, apoyaba a Huon de Burdeos en su expedicion a Babilonia. Gracias a un corazon magico y a una copa encantada, Huon logro casarse con la hija del califa tras haber obtenido de este unos pelos de su barba y tres muelas. Habia leido sobre todo a Schiller, el sentimental Schiller, tan noble que llegaba a ser inhumano, y su Doncella de Orleans le habia arrebatado, hasta tal extremo que se habia convertido en Juana de Arco. Al igual que ella, liberaria del Ogro a Alemania y Austria. Para ello habia adquirido un cuchillo.
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