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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 11


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Capitulo segundo . EN QUE SUENAN LOS SOLDADOS

Hacia un tiempo magnifico y las acacias exhalaban su fragancia. Aquel sabado, vispera de Pentecostes, el soldado Paradis descansaba en la orilla de la isla Lo bau. Se habia quitado la guerrera de tirador y puesto a un lado el chaco con su penacho de plumas amarillas y verdes, el macuto, todos los bartulos que llevaba cenidos al cuerpo y el capote enrollado le servia de almohada. Era un campesino corpulento y pelirrojo, con bozo debajo de la nariz y unas manos enormes que debian sostener mejor el arado que el arma. Jamas se habia servido del fusil mas que para ahuyentar a los lobos. Sonaba con desertar antes de la siega, para volver al pais donde seria mas util, pero ?como medrar gracias a las batallas que se anunciaban? Sin embargo, al cabo de un mes seria necesario segar la avena y luego, en agosto, el trigo. Su padre jamas lo lograria sin ayuda, y su hermano mayor no habia regresado de la guerra. Mordisqueaba una ramita mientras pensaba que no habia tenido tiempo de sacar provecho de los florines que habia ganado la noche anterior en Viena, vigilando los caballos de Edmond de Perigord. De subito los pajaros dejaron de cantar. Paradis se irguio sobre los codos, en la hierba: el 4.° cuerpo de ejercito de Massena cruzaba el Danubio por el gran puente que los ingenieros militares habian terminado de tender a mediodia. No se oia mas que el estrepito de treinta mil pasos cadenciosos que golpeaban los tablones. Con ayuda de bicheros y ramas, en pie y mal equilibrados en las embarcaciones ligeras, atados para no caer al agua arremolinada, los zapadores desviaban los troncos de arbol que arrastraban por el rio, a fin de que no rompieran los cabos de amarre. El Danubio se volvia salvaje. La antevispera, en plena noche, la division del tirador Paradis embarco en unas barcas alargadas y almadias para cruzar el rio con un oleaje violento. Los soldados habian abordado la isla bruscamente para desalojar al centenar de austriacos que la guardaban. Hubo un corto intercambio de disparos, bayonetazos en la espesura, algunos prisioneros atrapados en la oscuridad, no pocos fugitivos…

Paradis tenia habilidad para tender lazos y manejar la honda, y en la Lobau, antiguo coto, no faltaba la caza menor. Por la manana habia abatido un pajaro cuya especie ignoraba, tal vez una oropendola de cabeza amarilla, que habia visto en la rama de un sauce. El ave se estaba asando, atravesada por su bayoneta, y el soldado se levanto para darle la vuelta sobre el fuego de lena seca. Paradis tambien habia visto, en el otro lado de la isla, lucios y gobios en un brazo muerto del Danubio, y habia prometido a un companero, mas instruido que el, pero desconocedor de la naturaleza, que le ensenaria a pescar. Se encogio de hombros, pues sabia que el porvenir, incluso el cercano, ya no le pertenecia. La voz del brigada Rousillon confirmo, por lo demas, ese penoso pensamiento.

– ?Eh! ?Gandul! ?Necesitamos tu ayuda!

Los carros transportaban por el puente grande pontones y barquichuelos que servirian para montar el segundo puente, entre Lobau y la orilla izquierda, una pasarela de cincuenta metros sobre una corriente rapida. Por sus uniformes que brillaban bajo el sol, Paradis reconocio de lejos a los mariscales Lannes y Massena que precedian al convoy, rodeados de sus oficiales adornados con plumas.

– ?Y hay que darse prisa! -chillo el brigada Roussillon, orgulloso de su flamante Legion de Honor, prendida del pecho, a la que acariciaba de vez en cuando con un suspiro de satisfaccion.

Paradis extrajo de la bayoneta el ave a medio asar, quemandose los dedos, pisoteo la fogata, que se puso a humear, recogio sus pertrechos y siguio a Roussillon, el cual habia reagrupado a treinta tiradores en el linde de un frondoso bosque. Estaban en mangas de camisa o con el torso desnudo, y sostenian hachas de lenador. Se trataba de cortar los arboles para el puente pequeno, pues faltaban caballetes, viguetas y maderos sobre los que tender el suelo de tablas.

– ?Vamos, muchachos! -les azuzaba el brigada-. ?Esto ha de estar listo en un par de horas!

Los hombres se escupieron en las palmas y empezaron a golpear la base de los olmos. Caia la corteza, volaban las virutas.

– ?Atencion, firmes! -grito Rousillon, el mismo tieso como una estaca.

– ?Descansen! -dijeron a la vez los dos oficiales que avanzaban entre las altas hierbas.

El coronel Lejeune, que seguia de cerca los trabajos desde hacia varios dias, estaba en compania de Sainte-Croix, el ordenanza de Massena. Este pregunto al brigada:

– ?Estos son los hombres de Molitor?

– ?Exacto, mi coronel!

– ?Que hacen con las hachas?

– El segundo puente, mi coronel, y no hay tiempo que perder.

– Pero es una tarea de los zapadores.

– Por lo que me han dicho, esos estan extenuados.

– ?Me importa un bledo! Ya descansaran luego. Quiero estos hombres en la orilla izquierda, donde estableceran una cabeza de puente. ?Orden del mariscal Massena!

– ?Habeis oido, hatajo de holgazanes? -grito el brigada-. ?Equipaos!

Paradis suspiro mientras dejaba el hacha de gran tamano. Habia empezado a talar su arbol y estaba satisfecho, pero tanto peor. La vida militar consistia en una serie de contratiempos: dejar el fusil, volver a tomarlo, abrocharse el cinturon, marchar, marchar de nuevo, dormir dos horas en cualquier sitio, emboscarse, esperar, avanzar como un pelele sin inteligencia, y nada de rechistar por el dolor de los tobillos, de resoplar, de comer otra cosa que las infames habas gordas que compartian dos en una misma escudilla. Paradis comprobo que no faltaba nada en su cartuchera, los treinta y cinco cartuchos, las piedras para el fusil de chispa. Se puso en las pantorrillas las tiras que le apretaban, fue al pabellon en busca de su fusil y se alineo con sus camaradas para dirigirse al bosquecillo, ante la orilla izquierda del Danubio.

– ?Vaya! -dijo Sainte-Croix a Lejeune-. El agua se eleva y aumenta la intensidad de la corriente…

– Teneis razon y eso me inquieta.

– No perdamos tiempo. Hay que llevar a estos hombres en barca al otro lado. ?Habeis descubierto un lugar favorable para el puente?

– Mirad, si desemboca alla abajo, los bosquecillos servirian para ocultarlo a los posibles espias austriacos.

En aquel momento, Lejeune oyo hablar en las filas de los tiradores. Paradis explicaba a su vecino que diez metros mas arriba habia habido un transbordador. Lejeune llamo al muchacho. -?Que es lo que decias?

– En otro tiempo hubo un transbordador, senor, a la altura de ese grupo de canas.

– ?Como lo sabes?

– Es facil, senor. Mirad el talud, se ve el rastro de los caminos rurales que bajaban al rio.

– No veo nada.

– Yo tampoco -dijo Sainte-Croix a pesar de su anteojo de largo alcance.

– ?Si! -insistio el soldado-. Las hierbas estan dobladas y son mas cortas. Las han pisado durante largo tiempo y no han crecido iguales. Ahi habia caminos, os lo juro.

Lejeune miro al soldado con gratitud. -?Pero tu eres precioso!

– Oh, no, senor, no soy mas que un campesino.

– Sainte-Croix-dijo Lejeune, volviendose hacia el ordenanza de Massena-, os dejo cruzar con vuestros tiradores, pero me quedo con este (senalo a Paradis). Tiene muy buena vista y voy a servirme de ella en mis reconocimientos.

– De acuerdo. Solo necesito doscientos hombres para cubrir a los pontoneros.

Paradis no acababa de comprender lo que le ocurria.

– ?Como te llamas? -le pregunto Lejeune.

– ?Tirador Paradis, senor, segunda compania de linea, tercera division del general Molitor!

– Supongo que tambien tienes nombre propio.

– Vincent.

– Muy bien, sigueme, Vincent Paradis.

Lejeune y su descubrimiento se alejaron hacia el centro de la isla mientras que Sainte-Croix ordenaba que pusieran a flote, con dificultad, los barquichuelos descargados de los carros. Unos tiradores, con el agua hasta medio muslo, los mantenian en la corriente para que la compania embarcara la polvora y las armas sin que se mojaran.

Cien metros mas lejos, en un calvero vigilado por centinelas, otros hombres levantaban la gran tienda del estado mayor, un autentico piso de tela donde Berthier recibiria las ordenes del emperador y las haria llegar a los oficiales. El mobiliario estaba todavia sobre la hierba, pero Berthier no esperaba que todo estuviera instalado para organizar las operaciones. Estaba sentado fuera, en un sillon, y sus edecanes extendian los mapas y colocaban piedras encima para que no se los llevara el viento. Ante Berthier comparecieron los prisioneros austriacos prendidos la noche anterior, a los que queria interrogar. Lejeune llego en el momento oportuno para traducir. Perdido en medio de tantos oficiales, el tirador Paradis dudaba de la actitud que debia adoptar y se retorcia las manos, muy torpe y enrojecido por la emocion. Se habia sentido importante cuando Lejeune advirtio al centinela que le cerraba el paso:

– Este viene conmigo. Es un explorador.

– No tiene el uniforme, mi coronel.

– Lo tendra.

Vincent Paradis se pregunto a que podia parecerse un uniforme de explorador.

Con las mejillas azuladas por una barba de tres dias, sucios y enfundados en andrajosos uniformes claros, dieciseis austriacos sin graduacion estaban en pie en medio del calvero, torpes, apre tados unos contra otros como aves de corral, asombrados de estar todavia con vida. Respondieron docilmente a las preguntas de Lejeune, el cual, muy comodo en su papel, iba transmitiendo sus informaciones a Berthier.

– Pertenecen al 6.° cuerpo de ejercito del baron Hiller.

– ?Hay otros puestos avanzados? -pregunto el jefe de estado mayor.

– No saben nada. Dicen que el grueso de las tropas acampa ahi arriba, en el Bisamberg.

– Ya lo sabemos. ?Cuantos hombres?

– Dicen que por lo menos doscientos mil.

– Una exageracion. Dejemoslo en la mitad.

– Hablan de quinientos canones.

– Pongamos trescientos.

– Hay otra cosa mas interesante, afirman que el ejercito del archiduque Carlos ha sido reforzado recientemente con destacamentos llegados de Bohemia y dos regimientos de husares hungaros.

– ?Como lo saben?

– Esos hungaros han hecho llegar grupos de reconocimiento hasta el Danubio. Han identificado sus uniformes, incluso han hablado con ellos.

– Bien -dijo Berthier-. Que los envien a Viena. Serviran en nuestros hospitales.

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