Scaramouche - Sabatini Rafael - Страница 49
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– Ah, pero veo que no me comprend?is del todo, se?ora. Si yo creyera que s?lo fueron motivos personales los que me hicieron participar en la santa causa de la abolici?n de los privilegios, me suicidar?a. Mi verdadera justificaci?n radica en la falta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asam blea General en un fraude para enga?ar a la naci?n.
– ?Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?
?l la mir? asombrado.
– ?Acaso puede ser prudente la hipocres?a?
– ?Oh, s?! Puede serlo. Creedme, tengo m?s a?os y experiencia que vos.
– Yo dir?a, se?ora, que no puede ser prudente nada que complique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.
– Pero seguramente, Andr?-Louis, no estar?is tan pervertido como para no ver que todos los pa?ses necesitan una clase gobernante.
– Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho hereditario.
– ?Y de qu? otra forma ser?a posible?
– El hombre -sentenci? epigram?ticamente Andr?-Louis-es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho m?s importante que la prosapia. Un pa?s donde esa herencia predomine ser? muy superior.
– Pero… entonces ?no le otorg?is ninguna importancia a la cuna donde se nace?
– Ninguna, se?ora. De otro modo, tendr?a que avergonzarme de la m?a.
La dama se ruboriz?, y Andr?-Louis crey? haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le pregunt?:
– ?Y no os averg?enza? ?Nunca, Andr??
– Nunca, se?ora. Estoy contento.
– ?No hab?is echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?
?l se ech? a re?r, sin tomar en serio aquella caritativa pregunta que juzg? tan superflua.
– Al contrario, se?ora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de m?, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a m? mismo.
Ella le mir? un momento con tristeza, y luego sonri? moviendo graciosamente la cabeza.
– Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deber?ais ver las cosas desde otro ?ngulo. ?ste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energ?a. Yo puedo ayudaros. Quiz? podr?a ayudaros a llegar muy lejos si me permitierais hacerlo a mi manera.
S?, pens? Andr?-Louis, le ayudar?a envi?ndole tambi?n a Austria con mensajes traidores de la reina, como al se?or de Plougastel. Eso sin duda le llevar?a muy lejos. Pero contest? diplom?ticamente:
– Os lo agradezco, se?ora. Pero comprender?is que no puedo servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.
– Os dej?is llevar por prejuicios, Andr?-Louis; por agravios personales. ?Vais a permitir que se interpongan en vuestro camino?
– Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, ?ser?a honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?
– ?Y si yo pudiera convenceros de que est?is equivocado? Yo podr?a encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperar?ais r?pidamente. ?Quer?is pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasi?n?
Pero Andr?-Louis contest? con fr?a cortes?a:
– Me temo que es in?til, se?ora. Me halaga vuestro inter?s y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.
– ?Y ahora, qui?n es el que peca de hip?crita? -pregunt? ella.
– Ah, se?ora, como ver?is, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones err?neas.
Y entonces apareci? el se?or de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que ten?a que regresar a Meudon, y que se llevar?a a su ahijado para dejarlo en su casa.
– Quiero que veng?is otra vez, Quint?n -dijo la condesa al despedirse de los dos.
– Volveremos cualquier d?a de ?stos -contest? vagamente el se?or de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del veh?culo, le pregunt? de qu? hab?a hablado con la condesa.
– Es muy amable, y muy cari?osa -dijo Andr?-Louis pensativo.
– ?Maldita sea! No te he preguntado tu opini?n sobre ella, sino qu? te ha dicho…
– Trat? de sacarme de mi err?neo camino. Habl? de las grandes cosas que yo podr?a hacer, brind?ndome su generosa ayuda, si es que me decid?a a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.
– Ya veo. ?Te dijo algo m?s?
La pregunta era tan apremiante, que Andr?-Louis se volvi? para mirarle.
– ?Qu? m?s esperabais que me dijera, padrino?
– ?Oh, nada!
– Entonces, ?la visita ha resultado tan buena como esperabais?
– ?Eh? ?Diablos! ?Por qu? no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?
Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el se?or de Kercadiou permaneci? cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareci? a Andr?-Louis. Al final, su silenciosa meditaci?n se torn? pesimista, a juzgar por su expresi?n.
– No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a Andr?-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en pol?tica revolucionaria.
CAP?TULO VII Los pol?ticos
Una ma?ana de agosto Le Chapelier lleg? a la academia de esgrima acompa?ado por un hombre cuya herc?lea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a Andr?-Louis. Tendr?a unos treinta a?os, y unos ojos muy peque?os hundidos en una cara enorme.
Sus p?mulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un pu?etazo, y su boca casi no ten?a forma debido a una cicatriz, pues un toro le hab?a corneado la cara cuando era ni?o.
Y por si fuera poco, para hacer m?s horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vest?a chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.
Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde ca?a una tirilla siempre deshecha, lo cual permit?a ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bast?n, que era casi una cachiporra, y en el sombrero c?nico llevaba una escarapela. Ergu?a la cabeza, como en constante desaf?o, y su aire era truculento, imponente.
Le Chapelier, tambi?n con expresi?n grave, se lo present? a Andr?-Louis:
– ?ste es Danton, de quien ya habr?s o?do hablar. Es un colega, tambi?n abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.
Por supuesto que Andr?-Louis hab?a o?do hablar de aquel hombre.
?Qui?n no lo conoc?a aunque fuera de o?das?
Ahora recordaba d?nde le hab?a visto. Era aquel hombre que se hab?a negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la noche de la tormentosa representaci?n de la tragedia Charles IX.
Mientras le contemplaba, Andr?-Louis se pregunt? por qu? casi todos los jefes de la revoluci?n ten?an la viruela.
Mirabeau, el periodista Desmoulins, el fil?ntropo Marat, Robespierre, el abogadillo de Arras, aquel colosal Danton y otros que Andr?-Louis recordaba, mostraban en su rostro las cicatrices de la viruela. Casi estaba por pensar que hab?a alguna relaci?n entre ambas cosas.
?Producir?an las viruelas ciertos resultados morales que conduc?an a la Revoluci?n?
El vozarr?n de Danton rompi? el hilo de sus especulaciones.
– Este*** Chapelier, me ha hablado de ti. Dice que eres un patriota*** 1 .
M?s que por el tono, Andr?-Louis se sobresalt? por las irrepetibles obscenidades que el gigante prodigaba ante un extra?o. Se ech? a re?r. No pod?a hacer otra cosa.
– Si te ha dicho eso, s?lo ha dicho la verdad. Soy un patriota. El resto, mi modestia me obliga a ignorarlo.
– Seg?n parece, tambi?n eres un bromista -vocifer? el otro, ri?ndose con tanta estridencia que los cristales de las ventanas temblaron-. No te ofendas por lo que digo. As? soy yo.
– ?Qu? pena! -dijo Andr?-Louis.
Esta frase desconcert? a Danton.
– ?Eh? ?Qu? significa esto, Chapelier? ?De qu? se las da tu amigo?
El acicalado bret?n, que al lado de su acompa?ante parec?a un petimetre, aunque compart?a con Danton cierta brutalidad en sus modales, se encogi? de hombros.
– Es que simplemente no le gustan tus maneras, lo cual no me sorprende, pues tu educaci?n es execrable.
– ?Bah! Todos ustedes los *** bretones son iguales. Hablemos de lo que nos ha tra?do aqu?. ?No sabes lo que ocurri? ayer en la Asamblea? ?No? ?Dios m?o! ?En qu? mundo vives? ?No sabes tampoco que el otro d?a ese canalla que se autodenomina rey de Francia permiti? pasar por nuestro territorio a las tropas austriacas que van a aplastar a los que en B?lgica luchan por la libertad? ?C?mo rayos no sabes nada de esto?
– S? -dijo Andr?-Louis fr?amente, disimulando su indignaci?n ante los aspavientos de su interlocutor-. He o?do decir algo.
– ?Ah! ?Y qu? piensas?
Con los brazos en jarras, el coloso miraba desde arriba a Andr?-Louis, quien se volvi? a Le Chapelier, y dijo:
– No entiendo nada. ?Has tra?do aqu? a este caballero para que examine mi conciencia?
– ?Maldita sea! ?Es m?s arisco que un puercoesp?n! -protest? Danton.
– No, no -dijo Le Chapelier con tono conciliador-. Es que necesitamos tu ayuda, Andr?-Louis. Danton piensa que t? eres el hombre que necesitamos. Ahora escucha…
– Eso es. Habla t? con ?l -agreg? Danton-, Ambos hablan el mismo remilgado franc?s de***. Seguramente que se entender?n.
Le Chapelier prosigui? sin hacer caso de la interrupci?n:
– La violaci?n que ha cometido el rey, quebrantando los m?s elementales derechos de un pa?s que est? elaborando una Constituci?n que le har? libre, ha destruido las pocas ilusiones que nos quedaban. Algunos han llegado a decir que el rey es el peor enemigo de Francia. Pero esto, por supuesto, es exagerado.
– ?Qui?n dice eso? -grit? Danton echando horribles maldiciones para expresar su discrepancia. Le Chapelier le hizo se?a para que se callara, y continu?:
– De todas maneras, ese hecho ha sido la gota que colma el vaso, pues sumado a todo lo dem?s, ha conseguido alterar la Asamblea. La guerra se ha declarado otra vez entre el Tercer Estado y los privilegiados…
– ?Acaso hubo paz alguna vez?
– Quiz? no. Pero ahora todo presenta un nuevo cariz. ?No has o?do hablar del duelo entre Lameth y el duque de Castries?
– Es un asunto sin importancia.
– En sus resultados, s?. Pero pudo haber sido peor. En todas las sesiones se insulta y se desaf?a a Mirabeau. Pero ?l no se deja provocar y sigue su camino con sangre fr?a. Otros no son tan circunspectos; a cada insulto responden con otro insulto, golpe por golpe, y todos los d?as corre la sangre en duelos personales. Los espadachines de la nobleza han reducido el asunto a eso.
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