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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 9


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– Mi enfermedad no es un secreto, pero dado que es tambien la del Negus, me resulta imposible revelarla sin cometer un acto de traicion. Sepa que no es mortal pero que causa muchos sinsabores y agria el caracter, una circunstancia siempre molesta para un soberano.A partir de ese momento la conversacion tomo un sesgo cortes e insustancial, y hacia las seis el senor Mace despidio al mercader, tras acordar una nueva cita para el dia siguiente.

El senor De Maillet habia satisfecho con creces sus expectativas y gratifico a su secretario con un sinfin de felicitaciones, que este recibio con una exagerada reverencia. De pronto, y en una sola jornada, habian conseguido rectificar el proyecto de la embajada sin desnaturalizarlo y sin arriesgar la vida del senor De Maillet. Por si eso fuera poco, habian descubierto el punto debil del Negus y el medio de introducir un mensajero en su corte. Y como colofon, ese mensajero iba a ser un religioso, una circunstancia que seguramente colmaria los deseos de Luis XIV. Tanto el uno como el otro se consideraron tremendamente habiles y decidieron anunciar tan excelentes nuevas al jesuita para consagrar definitivamente su triunfo.

– A proposito -dijo el senor De Maillet-, ?de que enfermedad cree usted que se trata?

– En mi opinion, Hadji Ali sufre una afeccion en la piel. Probablemente haya notado que no cesaba de rascarse en el costado derecho. Hace un rato, cuando adelanto el brazo para coger la taza de te, me parecio ver a lo largo del codo una especie de erupcion pustulosa, como los liquenes que se ven sobre la corteza de los arboles en nuestros bosques.

– ?Bah! -dijo el consul-. Da igual que sea la piel o cualquier otra parte del cuerpo.

Estas fueron sus ultimas palabras antes de subir a la habitacion del padre Versau: El jesuita acogio cortesmente su relato mientras permanecia sentado, con los dedos entrelazados sobre el abdomen. Pero cuando el senor De Maillet llego al asunto del medico franco, el hombrecillo vestido de negro se enfurecio tanto que se quedaron asustados y atonitos, pues nunca habrian imaginado que alguien aparentemente tan enclenque pudiera expresarse con tanta virulencia. Todavia estaban intentando comprender que error habian podido cometer para que desencadenara semejante furor en el jesuita cuando el senor De Maillet cayo en la cuenta de que todo habia empezado al pronunciar la palabra «capuchino».

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Los capuchinos, que se distinguen por un habito peculiar con una larga capucha puntiaguda, son monjes de una orden reformada de San Francisco. En los diez ultimos anos, en Egipto, los capuchinos habian mermado en numero y habian perdido influencia a consecuencia de un grave desacuerdo respecto a la custodia de Tierra Santa, de la que dependian. El senor De Maillet sabia como estaban las cosas, y tambien sabia que los capuchinos habian tenido que recurrir a una treta para evitar su total desaparicion en el pais. Este fue el motivo que los llevo a ir hasta Roma para pedir la intercesion del Papa, a quien persuadieron de que los millares de catolicos que los jesuitas habian convertido cincuenta anos atras en Abisinia, habian salido con vida de las persecuciones que ordeno el Negus en el momento de expulsar a la Compania. Los capuchinos sostenian que aquellas victimas desdichadas de los fervientes discipulos de San Ignacio y, de la crueldad de los herejes de Etiopia tenia muchas dificultades para sobrevivir, dispersos como estaban en una region inhospita situada en alguna parte al sur de Egipto, entre el pais de Senaar y la frontera de Abisinia. Mediante esta estratagema, los capuchinos se proclamaron protectores de estos catolicos perdidos que nadie habia visto nunca pero cuya existencia se empenaban en asegurar, y le pidieron al Papa que les confiara oficialmente la mision de velar por ellos. Inocencio XII, que trataba con benevolencia a esta orden de religiosos humildes y generalmente poco instruidos, no pasaba por alto el hecho de que muchos fueran italianos. Asi pues les concedio el favor que pedian. Hacia dos anos que los capuchinos, confortados por el apoyo pontificio, habian regresado a Egipto con la idea de emigrar al sur para abrir un hospicio en el Alto Egipto, y aunque un dia estuvieron muy cerca de desaparecer del pais, ahora su presencia tenia mas fuerza que nunca.

El senor De Maillet tambien se hallaba al corriente de este asunto, pero no contaba con que los capuchinos pretendian llegar mucho mas lejos. Su objetivo real no era unicamente socorrer a los catolicos abisinios en el exilio sino convertir a Abisinia. El Papa alentaba esta pretension, y por eso habia creado un fondo permanente destinado a amparar a los misioneros capuchinos enviados a Abisinia. Este ambicioso anhelo los llevaba a desafiar directamente a los jesuitas, que nunca habian aceptado su fracaso y consideraban legitimo regresar un dia a ese pais.

Habia tan pocos jesuitas en Egipto, eran tan pacificos y al parecer vivian en tan buena armonia con todos que el consul ignoraba la rivalidad cerril que, en niveles jerarquicos superiores, les enfrentaba con las demas ordenes. El hecho de que el padre Versau perdiera los estribos al oir la palabra «capuchino» basto para recordar al senor De Maillet su craso error.

– Es imposible que un mensaje del Rey de Francia sea transmitido por los italianos -explico el jesuita con vehemencia-. Ademas, esta mision incumbe unica y exclusivamente a nuestra orden. El Rey ha dado instrucciones formales sobre ello. Y dado que me veo en la obligacion de confiarles ciertos acontecimientos que hubiera preferido callar para no comprometer mi modestia, les dire que antes de presentarme ante usted, a mi paso por Roma, me entreviste con Su Santidad el Papa en persona.

A los ojos del senor De Maillet, el prestigio del jesuita crecio sensiblemente, cosa que en un principio parecia imposible. Por si no fuera bastante con haber recibido ordenes de boca del confesor del Rey, el hombre que el consul tenia delante habia estado con el Sumo Pontifice y le habia hablado. En aquel instante, su admiracion crecio en proporcion a la verguenza que sentia por haber cometido aquel error y se dispuso a escuchar el resto de su discurso con obediencia y sumision absolutas.

– El Papa, a quien he expuesto las intenciones del Rey de Francia, comulga completamente con estos deseos y bendice cualquier cometido que emprenda la Compania para erradicar de Abisinia la herejia en que por desgracia se halla inmersa.

La noche cae deprisa en el tropico y muy pronto la estancia quedo sumida en una penumbra azulada, donde las palabras del jesuita resonaban aun con mavor solemnidad.-Para que la culminacion de una empresa tan gloriosa como la reconquista espiritual de ese inmenso pueblo se convierta en una obra de fe verdadera -prosiguio con devocion-, esta debe de provenir de un poder universal e incuestionable que este muy por encima de toda ambicion terrestre. Solo el Rey de Francia, el soberano catolico mas excelso, posee tal poder y puede llevar adelante, desinteresadamente, un proyecto de semejante envergadura. Todo emana de este gran designio: el Papa reconoce como sagrada esta mision, y nuestra orden la ejecuta humildemente.

Hizo una pausa y luego anadio con ligera irritacion:

– En cambio, una empresa conducida desde abajo, por curas casi siempre ignorantes y procedentes de una nacion sin influencia, correria el riesgo de estar patrocinada por intereses excesivamente humanos…

El clerigo termino la frase con un suspiro, y el senor De Maillet agobiado, se quedo en silencio.

– El asunto que se trae entre manos esta muy bien pensado -continuo el jesuita con voz firme aunque amable-. La idea de que un medico sea el portador de nuestra embajada y que este haga el camino con el mercader es excelente. Lo unico que hace falta es que el galeno sea frances y que vaya acompanado por un religioso de nuestra orden.

Los sirvientes entraron con candelabros, rompiendo la magia de la conversacion, y ya no se hablo mas.

La cena transcurrio en un ambiente distendido. El jesuita conto mil anecdotas de sus viajes, y las damas se interesaron por Versalles y Roma. Estuvo brillante, sobre todo cuando se dirigia a la senorita De Maillet. Ante tan solicita actitud, su padre no pudo por menos que reconocer la natural propension de los curas de esa ilustre compania a guiar las almas jovenes.

El padre Versau manifesto su deseo de hablar con los dos jesuitas que tenian que llegar a El Cairo al dia siguiente, y el senor Mace se comprometio a avisarlos personalmente. Todos se retiraron muy pronto, pero el consul aun se quedo un rato en su gabinete, meditando sobre una aterradora evidencia a la que le costaba dar credito: los jesuitas no solo eran tan temerarios como para enviar una embajada a Abisinia sino que ademas pretendian acudir en persona a un pais donde los aborrecian. No obstante, la mayor preocupacion del senor De Maillet en aquellos momentos era eecontrar como fuera un medico franco en una colonia que no tenia ninguno.A las siete de la manana, el aire fresco de la noche desaparecia a retazos en un bano de luz tibia. Los pajaros que anidaban en los inmensos arboles del barrio franco piaban desde las zonas en sombra. El polvo aun estaba adherido al suelo, pero al paso de los primeros viandantes se quedaba flotando en el aire y ya no volvia a caer.

El maestro Juremi caminaba por el paseo de arena, pasando de la proteccion de los platanos a la luz blanquecina de las zonas soleadas. Estaba tan contento como un delfin que atraviesa a saltos el aire caliente y el agua fresca. Llevaba un diminuto hatillo de tela al hombro e iba silbando. Tal como habia imaginado, los esbirros del consulado habian pasado la noche anterior por su domicilio para entregarle una citacion.

El maestro Juremi habia acabado por rendirse a los sabios consejos de Jean-Baptiste. Habia preparado una bolsa con unos cuantos enseres de aseo, una camisa limpia, una Biblia pequena, y ahora se dirigia hacia el calabozo tan alegre como quien se pone en camino para pasar una tarde de pesca.

Un criado le recibio muy cortesmente a la puerta del consulado y lo condujo hasta el primer piso. Atravesaron una portezuela situada en el vestibulo superior, y luego entraron en una pequena estancia en la que habia un agradable ambiente de frescor, procedente sin duda de la gran morera que se hallaba frente a la ventana abierta. En medio de la sala habia una gran mesa dispuesta para el desayuno. La luz rebotaba sobre el mantel blanco bordado con el escudo de armas de los Maillet, acariciaba los vasos de cristal e iluminaba una jarra con zumo de naranja, dos tazas de porcelana y pan fresco. El lacayo acerco una silla al maestro Juremi y lo invito a sentarse, pero el droguista se nego, pensando que todo aquello debia de ser un malentendido que no tardaria mucho en esclarecerse. Al maestro Juremi le entraron ganas de decirle al lacayo que se trataba de un error, que solo habia venido para ir al calabozo. Pero el criado desaparecio y lo dejo alli plantado, con su hatillo, sopesando los sinsabores que esta equivocacion iba a costarle dentro de poco.

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