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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 54


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Por fin llego la hora de cenar. Jean-Baptiste se vistio; en circunstancias normales, las ropas que habian comprado a los corsarios habrian podido resultar demasiado elegantes, pero eran perfectamente adecuadas para aquella ocasion. El maestro Juremi le dijo que estaba magnifico. Los ojos de su companero reflejaron cierta tristeza, no por quedarse al margen de los festejos que tan poco le gustaban sino tal vez por verse en aquella especie de clandestinidad, como si todos los esfuerzos, todos los peligros, incluso los triunfos de aquellos meses de viaje hubieran sido actos inconfesables y culpables ante los que debian disimular, como habia tenido que disimular aquella fe tan simple y tan inocente a la que rendia fidelidad.

De camino hacia el consulado, Poncet penso que deberia ocuparse de rehabilitar a su amigo y llego a la conclusion de que en Francia encontraria el mejor medio para hacerlo. Era otra razon mas para luchar por la embajada a Versalles, aunque cada vez veia mas lejana la posibilidad.

Para recibir al emisario del Negus y resarcir al hombre por no haberle dado el trato que esperaba, el senor De Maillet mando preparar una cena por todo lo alto. En los peldanos de la escalinata, los guardias con ropa de jenizaros enarbolaban con majestad sus sables curvos formando un cordon de honor para agasajar a los invitados. Multitud de candelabros colocados en las aranas iluminaban el vestibulo y las salas de recepcion, a la vez que hacian refulgir las tonalidades doradas de los cuadros, los entarimados pulidos, los suelos de scagliola y hasta los botones de cobre de los lacayos. Las mujeres se sumergian voluptuosamente en esa luz artificial, a sabiendas de que las embelleceria, haciendo relucir sus joyas y sus ojos, e iluminando sus rasgos con un halo tornasolado. Las damas de la colonia, en su mayoria dignas esposas de mercaderes, a menudo habian consumado caoticas carreras mundanas; durante el primer periodo de su ascenso, que casi siempre habia sido el mas largo, casi todas habian trabajado en la caja de un comercio y a veces tambien en el escenario de teatrillos ambulantes. Posteriormente, cuando sus aventureros mandos hicieron fortuna en El Cairo, todas ellas pudieron apaciguar subitamente su insondable sed de respetabilidad. Compraban sus alhajas a unos judios que hacian contrabando de joyas y encargaban copiar las ultimas novedades de Paris a costureras arabes de doce anos a las que no pagaban sus vestidos. Pero aquellas joyas y aquellas galas llegaban bastante tarde a unos cuerpos lacerados por el trabajo y la codicia. No obstante, el lujo es tan deseable porque la calidad de los objetos impregna en cierta medida a sus propietarios. Asi, el gotoso que se exhibe en un bello cabriole adquiere la gracia natural de sus caballos, y una mujer cuya juventud se ha desvanecido puede volverse tan lozana, tan brillante y tan ligera por una noche como el organdi que la cubre y roza impudicamente la pierna de los hombres.

Jean-Baptiste llego con los ultimos invitados y fue a presentar sus respetos al consul, que daba la bienvenida a los huespedes en el vestibulo, antes de sumergirse en aquella marea de tafetanes, perlas y piedras preciosas hasta encontrar la unica que tenia valor a sus ojos. Todos los salones de la planta baja se habian abierto para aquel gran acontecimiento, de tal manera que la sala de recepcion habitual donde lucia majestuoso el retrato del Rey y de donde se habia retirado el escritorio del consul se prolongaba a traves de otra sala, cerrada normalmente para no hacer gasto, y que era donde esa noche se habian dispuesto las mesas. Pero Alix no estaba alli. Al final, Jean-Baptiste la descubrio en una estancia cuya existencia ignoraba. Era un minusculo salon de musica donde las damas pasaban agradables veladas. Cerca de la ventana que daba a la parte trasera del jardin habia una espineta verde pintada con un motivo campestre, adosada a la pared. Alix estaba ante una chimenea coronada con un espejo con tremo, asi que al entrar Jean-Baptiste se la encontro de frente y de espaldas al mismo tiempo. La sala era reducida y ambos creyeron encontrarse bruscamente cara a cara, circunstancia que los dejo turbados. Pero habia demasiado alboroto a su alrededor, demasiadas risas, exclamaciones y saludos efusivos para que los extranos pudieran percatarse de aquel pequeno detalle. Sin embargo, un observador perspicaz habria notado que Alix, que hasta entonces no habia exteriorizado sus gracias aunque se habia peinado y acicalado con sumo esmero, las hizo resplandecer subitamente, como cuando se despliega la cola de un pavo real o las alas de una mariposa. Tensa por esa borrasca que esperaba, inspiro un gran halito de belleza que la guiaba como una vela. Jean-Baptiste, conmovido, se detuvo un instante tambien antes de dar dos pasos adelante. En ese mismo momento, cual soldado al descubierto que es el blanco de todas las balas, cinco o seis mujeres que habian oido hablar de las gestas del joven viajero lo rodearon, a la vez que rogaban a sus respectivos maridos que lo invitaran a sus casas. Al verle entrar, tan apuesto con aquella casaca roja adornada con herretes de plata, los cabellos sueltos y sin lazo, las damas confundieron inmediatamente el interes que tenian por su historia con la emocion fisica que les causaba su presencia, al tiempo que la parafernalia de sus atavios les alimentaba la ilusion de que todavia eran irresistibles. Jean-Baptiste iba a ser engullido por aquellas comadres cuando una avalancha general empujo a todo el mundo hacia el exterior del saloncito y condujo a los invitados al salon de gala, pues se acababa de anunciar la presencia del embajador. Sin embargo era una falsa alarma. El consul habia enviado su coche para recoger a Murad; pero este, como no estaba preparado, habia tenido la absurda idea de enviar el coche de regreso a la hora prevista, por si podia hacerle falta al consul. El armenio habia ordenado a los tres esclavos que se acomodaran dentro y dieran aviso de que llegaria a pie. Cuando la carroza llego ante la escalinata, el consul en persona se precipito hasta la portezuela y ante los ojos imperturbables de sus invitados se llevo la desagradable sorpresa de ver salir a los fres indigenas, con las piernas desnudas, vestidos con un simple sayo de algodon y moviendo unos ojos aterrorizados. Murad llego al trote diez minutos mas tarde, y uno de los guardias que no lo habia reconocido en la oscuridad lo detuvo sin contemplaciones. Todos estos contratiempos retrasaron un poco la cena y prolongaron el placer de los invitados, que en su mayoria nunca habian tenido el honor de gozar de un tratamiento oficial. Los convidados se colocaron por fin alrededor de dos largas mesas que se habian dispuesto. El embajador Murad se sentaba frente al consul en la primera, y en espera de resarcir a la ridicula delegacion que habia esperado en vano la llegada de Murad; la segunda estaba presidida por el senor Brelot, diputado de la nacion. Delante se habia acomodado Frisetti, el primer dragoman del consulado. Poncet estaba en esta segunda mesa, entre dos mujeres que le entristecieron nada mas verlas. El secretario Mace era el primer vecino masculino por la derecha.

Jean-Baptiste escudrino la sala para ver donde iba a estar Alix. Al principio se decepciono; no obstante, esta se habia confundido de asiento y al final comprobo que le correspondia sentarse a la derecha de Frisetti, es decir, casi enfrente de su amante. Era la primera vez, despues de tanto tiempo, que estaban tan cerca el uno del otro en publico y bajo aquella luz resplandeciente, que se hacian la ilusion de ser el senor y la senora de una casa.

Jean-Baptiste procuro no mirar demasiado hacia Alix, pues temia que la emocion se le reflejara en la cara. La algarabia remitio ligeramente cuando todo el mundo estuvo en su sitio. Los invitados se volvieron a uno y otro lado con saludos de cortesia, y seguidamente arranco la conversacion.

– Ahora, querido senor Poncet, espero que nos cuente alguna de sus aventuras en Abisinia…

El senor Mace en persona habia sacado a colacion el tema, desencadenando el entusiasmo de los comensales.

– Debe hacerme preguntas -dijo Jean-Baptiste-. Ese pais esta muy lejos, y a diario nos ocurrian tantas peripecias que cada una podria ser el capitulo de un libro.

– Empiece entonces por el viaje. ?Es tan peligroso como dicen llegar hasta alli? -pregunto Mace.

Por la cara del secretario se habria podido pensar que su curiosidad era sincera. Pero la verdad es que era un mandado, como siempre. Dado que tenia en mente envia» una nueva embajada -oficial esta vez-, el consul se habia dado cuenta de que era necesario calibrar los peligros que corria, y en vista de que Murad era de poca ayuda para esclarecer semejante cuestion, habia pensado que lo mejor seria conseguir que Poncet contara su viaje. El consul no estaba dispuesto a rogar y menos aun a mostrarse interesado por el, dando pie al lucimiento del boticario.

Asi pues, aquella cena le ofrecia al senor De Maillet la oportunidad de adular a Poncet y empezar a confesarlo en publico, es decir, como si no tuviese ningun interes en particular. El senor Mace habia recibido la mision de hacerle hablar todo cuanto fuera posible, grabar su relato en su prodigiosa memoria y llevar la conversacion hacia su terreno con preguntas sagaces. Al sentir la mirada de Alix, Jean-Baptiste se sintio turbado. Le importaban muy poco aquellos ridiculos burgueses que le rodeaban; era a ella a quien amaba y a ella unicamente a quien deseaba contar el relato apasionado de los peligros que habia corrido, los sufrimientos y las alegrias que el queria referirle para compartirlos con ella cuando fuera posible.

Mace tenia dificultades para canalizar el relato del viajero sobre las cuestiones practicas, puesto que Poncet se salia por la tangente para abordar ciertos detalles que al secretario le parecian superfluos. Hizo por ejemplo una descripcion interminable sobre la ceremonia del cafe en Abisinia. Pero las damas adoraban esos temas y se mostraron contrariadas cuando Mace intento volver a hablar del Rey de Senaar o de como estaba el camino hasta el lago Tana. Al poco se sintio desbordado y dejo que Poncet respondiera riendo a las cuestiones mas triviales.

A la hora del postre, la oronda esposa de un mercader, muy colorada y animada por la bebida, se atrevio a tomar parte en la conversacion y se dirigio a Jean-Baptiste con una voz que volvia de su pasado de vendedora de arenques:

– Senor, se dice que las abisinias son muy bellas. ?No se ha traido con usted a ninguna mujer?

Todos los presentes miraron a Poncet.

– ?Una mujer? -exclamo al tiempo que bajaba la mirada.

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Rufin Jean-christophe - El Abisinio El Abisinio
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