Выбери любимый жанр

El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 48


Изменить размер шрифта:

48

Asi pues, como era de esperar, el senor De Maillet concedio a ese Brelot el honor de elegir el destacamento que recibiria al embajador de Etiopia a] dia siguiente. Entre las herramientas del prestigio que se estaba forjando, Brelot contaba con una senorial carroza inglesa que habia comprado a un banquero de Damietta, un pobre britanico que al verse arruinado la malvendio con lagrimas en los ojos por el precio de un pasaje a Marsella en una galera.

Aquella tarde, Brelot fue requerido varias veces en el consulado para hacerle unas consultas, y por la noche se termino la lista del destacamento. Rapidamente se extendio por la colonia el rumor de la llegada de un personaje importante. Se decia que Poncet habia vuelto, y algunos mercaderes se acercaron al consulado con pretextos pueriles. El senor Mace recibio ordenes de responder que el dia siguiente esperaban la llegada de una eminente personalidad, por lo que se les rogaba que permanecieran en sus casas y que no hicieran alboroto en las calles. Informo tambien de que un destacamento esperaria al plenipotenciario, y que solo aquellos cuyos nombres se habian incluido en la lista remitida al diputado podrian estar presentes en el acto.

Al dia siguiente por la manana, Jean-Baptiste, vivificado por una noche de sueno profundo, se levanto de un humor excelente. Analizo los acontecimientos del dia anterior, estimo que probablemente habia sido mas conveniente no ver a Alix con demasiada premura, y que no obstante las nuevas de Francoise eran alentadoras. En cuanto a la bienvenida del consul, esperaria, y el plan que habia ideado ya daria fe de los resultados. Por el momento solo podia ir a recibir al embajador Murad con toda humildad, y luego orientar a este por la via que se habia trazado. Se puso la hermosa casaca roja por encima de una camisa de encaje fino, limpio de polvo un sombrero que habia dejado en un armario, se aseguro la espada al costado y fue a ensillar el caballo.

Cuando llego al consulado, el destacamento estaba dispuesto. A la cabeza estaba el senor Flehaut, el canciller del consulado. Jean-Baptiste siempre habia visto al hombre enfrascado en la tarea de hacer humildemente las cuentas y enviar el correo, pero era igualmente miembro de la casta diplomatica, aunque estaba muy por debajo del senor De Maillet. Iba ataviado con una casaca bordada y llevaba un gran sombrero de plumas. Nunca habia tenido un aire tan distinguido. A su derecha se encontraba el senor Frisetti, el primer dragoman del consulado. Este cultivaba sus dotes en la ciudad y vivia de las traducciones comerciales. El consul requeria sus servicios ocasionalmente para algunas interpretaciones delicadas y le habia proporcionado una acreditacion para traducir todos los documentos oficiales que se intercambiaban con los turcos. A la izquierda del senor Flehaut, en un caballo enjaezado como el de un principe, Brelot se daba postin. Habian tenido muchas dificultades para alzarlo hasta la silla pues no se podia doblar debido a la gota, pero aun asi tenia buena planta bajo aquella gran peluca de color castano y con aquella casaca de seda tan exquisita. Detras marchaba la carroza, con un cochero. Brelot habia tenido el honor de obtener un asiento en la carroza en la que regresarian con el embajador. Por ultimo, detras, en dos hileras, montados en caballos de condicion inferior, iban cuatro mercaderes, elegidos al termino de largas negociaciones. Dos de ellos eran Venecianos y se habian comprometido a prestar su hotel como alojamiento al ministro abisinio con tal de tener el privilegio de figurar en el convoy. En todas estas discusiones protocolarias, el unico punto que se zanjo rapidamente fue que Poncet habria de contentarse con cabalgar en ultimo lugar, de modo que se coloco en su sitio con mucho gusto. El destacamento se puso en movimiento a las diez de la manana, tras convenir que, en cuanto se reunieran con la caravana del emisario, el cortejo acompanaria a los extranjeros a la colonia y pasaria ante el balcon del consulado, donde recibirian la salutacion del consul. Eso era todo cuanto se podia hacer hasta que el diplomatico se hubiera acomodado y se hubieran intercambiado oficialmente las acreditaciones pertinentes. Por ultimo conducirian al embajador hacia la Comarca de Venecia, como se llamaba a la zona del barrio franco donde residian los italianos.

El cortejo atraveso la ciudad vieja de El Cairo siguiendo la ruta de las murallas para no llamar excesivamente la atencion de los turcos,que siempre desconfiaban de este tipo de actos si no sabian a que obedecian. Luego salieron a los arrabales por la puerta del Gato, y poco despues se adentraron lentamente en el desierto. Se detuvieron a un cuarto de legua de la fortificacion de la ciudad, en el lugar donde se hallaba el templo por el que Poncet habia cabalgado la noche anterior al claro de luna. La jornada era calida y el viento del desierto levantaba remolinos de arena que irritaban los ojos. Los hombres que componian el destacamento se separaron unos de otros sin llegar a dispersarse, de manera que todos pudieron disfrutar de un poco de sombra. Era un espectaculo bastante peculiar. Unas inmensas columnas griegas erosionadas por los vientos emergian del desierto gris; y detras, diseminados y tiesos sobre sus caballos, unos caballeros inmoviles con traza de hidalgos sudaban debajo de sus casacas de gala y sus pelucas. Unos escrutaban el horizonte y otros, para mitigar el aburrimiento, se entretenian en contar las cagarrutas negras y brillantes que dejaban en el suelo unas ovejas al cuidado de un viejo pastor con turbante.

Conforme se prolongaba la espera, Poncet, que se temia una avalancha de preguntas embarazosas, decidio adelantarse. Espoleo su caballo, galopo durante una hora, y volvio al trote sin haber visto nada.

La tarde habia empezado bien… Los dignatarios se habian bajado de sus caballos, estaban en camisa, abatidos por la sed y dispuestos a descargar su ira contra el.

– No comprendo -les dijo-. Ha debido ocurrirles un percance grave.

Se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres incluso dudaban ya de que pudiera existir un embajador. Ahora bien, si estaban intranquilos porque no lo conocian, Poncet, que lo conocia demasiado bien, tenia otros motivos para preocuparse por la suerte de Murad.

– Van a dar las cuatro -dijo Jean-Baptiste-. Les propongo regresar. Mandaremos a dos jenizaros para que monten la guardia y den la alerta por si llegara de noche.

Sin esperar unas respuestas que no podian ser amables, espoleo su caballo y cabalgo hacia El Cairo.

4

Los centinelas arabes que custodiaban aquel dia la puerta del Gato eran dos afortunados ancianos con gloriosas cicatrices por todo el cuerpo. El aga de los jenizaros habia reconocido sus meritos de guerra, nombrandolos para ese apacible puesto en el que acabarian sus vidas. En aquellos dias, El Cairo estaba mas amenazado por las revueltas que por las invasiones, asi que los guardias apostados en las puertas se contentaban con cerrarlas por la noche para impedir que entraran las hienas y otras fieras del desierto. Los dos ancianos se pasaban el dia a la sombra de la gran boveda de la puerta, sentados sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, jugando a las damas o bebiendo el te que una nina descalza les traia del bazar vecino. Hacia las nueve de la manana, en medio de la multitud que entraba a la ciudad, repararon en un hombre vestido con unos bombachos de franela altos de cintura, como los que llevan los kurdos. Como estaba metido en carnes y todo su peso recaia en el lomo de una pobre mula, el animal se habia plantado en medio de la rampa que conducia a la puerta y se negaba a avanzar. El hombre estaba agotado de tanto azuzarla con una rama, pero seguramente esta debia impresionar poco al animal, puesto que estaba reblandecida y rota por algunos sitios. Tres esclavos negros que parecian nubios, aunque no tenian propiamente sus facciones, empujaban la grupa de la mula; pero esta se obstinaba en afianzarse sobre las patas traseras, y solo conseguian impedir que se sentara completamente. Un poco mas lejos, tres burros, muy tranquilos y atados entre si, con bultos, y otra mula comian las briznas diminutas de hierba que crecian entre los sillares de la muralla.

El hombre descendio finalmente de aquella terca montura, se acerco a los centinelas y se detuvo exhausto ante ellos despues de recorrer una docena de pasos.

– ? Ah! ?Queridos amigos, hermanos mios! -dijo jadeante-. ?Pueden ayudarme a traer la mula hasta aqui? Este maldito animal no ha franqueado nunca en su vida la puerta de una ciudad. Se ha asustado y no quiere saber nada del asunto.

El hombre hablaba arabe con acento sirio.

– ?De donde eres tu? -pregunto uno de los centinelas-. ?Acaso en tu ciudad no hay puertas?

– Vengo de Van, en Anatolia, y a fe mia que alli las puertas no nos faltan. Pero mi mula es harina de otro costal. Se la compre a unos campesinos en Arabia la Afortunada.

– ?Entonces, es una mula que no sabe leer! -replico el anciano, echandose a reir.

El otro anciano, aunque no sabia donde estaba la gracia, se dejo contagiar por la hilaridad de su companero. Al verles reir, el viajero creyo oportuno echarse a reir tambien y lo hizo de tan buena gana que por poco se le cae el turbante de seda.

– ?Y se puede saber adonde vas con esa bestia que no sabe leer? -le pregunto uno de los ancianos, alzando el tono para que el corrillo que se habia formado en torno suyo pudiera disfrutar de aquella chanza.

– Voy a la residencia del consul de los francos -contesto el viajero.

– Asi que quieres saber si tu mula lee el latin… -dijo el otro viejo, desatando una nueva oleada de risas a las que tambien se sumo de buena gana el hombre de la mula.

Hubo aun dos o tres variantes mas sobre el tema y luego volvio la calma. Los centinelas tenian los ojos entornados y se enjugaban las lagrimas. Aquel extranjero bonachon les habia caido simpatico, porque se habian divertido a costa suya y ni siquiera parecia enfadado.

– ?Como te llamas, hermano? -le pregunto uno de los guardias.

– Murad, amigo mio.

– En buena hora. En fin, Murad, nosotros no vamos a tirar de tu mula. Conozco bien estos animales. No serviria de nada. Pero vamos a hacer algo mucho mejor. Vamos a darte un consejo, un buen consejo, ?me entiendes?

– Te escucho -dijo Murad, un poco decepcionado.

– Si continuaras por aqui, tendrias que cruzar toda la ciudad. Hay muchas arcadas en los callejones y tu mula, como no sabe leer, creeria que son puertas… Asi pues, lo mejor es que des media vuelta. ?Ves una chumbera muy grande que hay alli, al pie de la rampa?

48
Перейти на страницу:

Вы читаете книгу


Rufin Jean-christophe - El Abisinio El Abisinio
Мир литературы