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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 45


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Suez es el lugar melancolico donde se consuma el sueno de las aguas. El anhelo patetico y visible del oceano Indico se desvanece aqui, en el extremo del brazo que el mar Rojo tiende hacia el Mediterraneo, mientras este ultimo, envarado e inmovil, no hace el menor movimiento para responder a su llamada. En todas partes se aprecian las siluetas o las huellas de infinidad de caravanas que tienden un puente de estelas a traves de la lengua de arena que separa estas masas de agua, como si quisieran acercarlas.

El final de la estacion de las lluvias agrupaba pausadamente los ultimos nubarrones negros que proyectaban una oscura sombra de frescor sobre la tierra. La exigua comitiva contemplaba el espectaculo alrededor de un fuego de ramas secas que los esclavos habian preparado despues de traer lena desde muy lejos. El dia se apagaba rapidamente, y conforme desaparecia la luz, se iba tornando mas suntuosa aun la armonia de los colores y el juego de las sombras que aquilataba los relieves y acentuaba los contrastes. Los viajeros se sentian insignificantes ante la magnificencia celeste. A decir verdad, apenas se atrevian a mirarse. El unico que parecia ajeno a tales emociones era Murad, cuya unica preocupacion en aquel momento era la sopa. Constantemente retiraba la tapa de la marmita que cocia en el fuego para observar el color del guiso.

Del leal cortejo que les habia acompanado en su partida quedaba bien poco. Los caballos de Murad no habian logrado acostumbrarse a las picaduras de los mosquitos y murieron en cuanto descendieron del altiplano. El armenio tuvo que proveerse de otras monturas enviando un mensajero al Emperador. Los cinco caballos que le mandaron perecieron tambien nada mas llegar. Aquello resultaba muy sospechoso a los ojos de los francos, sobre todo porque sus monturas estaban perfectamente. Irritado por el retraso, Poncet tomo la delantera con el maestro Juremi y ambos pusieron rumbo a Djedda para alertar al consul. Finalmente, despues de sacrificar -segun dijo el armenio- buena parte de los enseres que atestaban las cajas, Murad coloco el resto de la carga en los asnos y en dos mulas, aunque Poncet sospechaba que habia vendido aquello a buen precio en Massaua. Y ese era todo el equipaje con que contaban. Los elefantes no habian sobrevivido mucho tiempo. Uno de ellos habia muerto de calor en la costa; y el otro, que parecia mas fuerte, fue cargado en un pequeno mercante arabe que ocupo completamente el solo. Diez hombres lo habian empujado hasta la embarcacion con la ayuda de cadenas, y cuando Murad vio flotar a la bestia por encima del agua se embarco con el resto del convoy en otro barco que debia navegar junto al del paquidermo. Nadie supo que debio pasarle por la cabeza a aquel animal, pero lo cierto es que en cuanto los barcos soltaron amarras y se vio rodeado de agua, el joven elefante, presa del panico, empezo a agitar las orejas, lanzando horribles berridos. La tripulacion no pudo impedir que rompiera dos de sus trabas y que diera tal patinazo que la embarcacion zozobro. El mar engullo al paquidermo, que continuaba atado por dos cadenas. Cinco marineros desaparecieron en el naufragio.

Asi pues, Murad llego sin elefante. Solo llevaba consigo las orejas del que habia muerto en tierra, pues habia tenido la idea de cortarselas y cargarlas en una caja de madera perfectamente cerrada con clavos. Eran unas orejas muy bellas y grandes, como las de todos los elefantes de Africa. Jean-Baptiste elogio la intencion del armenio, pues al obrar de aquel modo habia conservado un vestigio de los magnificos regalos del Emperador, con lo cual tendrian algo que mostrar a los incredulos. Murad acepto los cumplidos con suma modestia, sobre todo porque el motivo de acarrear con las orejas respondia a una idea muy distinta.

Habia oido decir que esta parte del elefante, una vez seca, es una vianda sin parangon cuando se condimenta debidamente.

Los esclavos tampoco corrieron mejor suerte. El Nayb de Massaua, principe indigena que reinaba en el extremo de la isla en virtud de un firman del Gran Turco, pensaba complacer al Negus, que daba orden expresa de no importunar a los viajeros. Ademas, el bienestar de su pueblo dependia tanto de su poderoso vecino que no habia que pensar en disgustarle. No obstante, como en el mensaje del Rey de Reyes no se hacia alusion alguna a los esclavos, el Nayb considero de su agrado a las cuatro mujeres y se las quedo para su propio uso. Otro de los hombres de Murad perecio en la embarcacion del elefante, asi que llego a Dejdda solo con cuatro. Por otra parte, el jerife de La Meca, a quien el armenio habia vendido los regalos en Massaua con el pretexto de aligerar sus monturas, se considero poco honrado con la algalia y las dos bolsas de polvo de oro que le entregaron los viajeros. Miro codiciosamente a los dos esclavos abisinios mas fornidos y manifesto que se apropiaba de ellos. No obstante, Poncet le planto cara y consiguio que el jerife se quedara solo con uno. Asi pues, aquella noche cenaron en las tierras altas de Suez en compania de los tres supervivientes: un adulto con un pie zopo y dos muchachos, uno de catorce anos y otro de once.

En cuanto a los francos, valga decir que hermoseaban bien poco la escena. Aun tenian sus caballos y la mayor parte de los bultos, pero Poncet habia estado gravemente enfermo en Arabia y durante todo el ascenso hasta el mar Rojo. Con anterioridad, en Massaua, fue el maestro Juremi quien estuvo indispuesto. Acababan ese ano de viaje demacrados, enflaquecidos y debilitados por las fiebres. En el barco se les habian ulcerado las piernas; la sal del mar habia inflamado sus heridas, y la arena las habia terminado de irritar. Solo tenian una baza para infundir a su regreso la dignidad que en ese momento echaban de menos: ataviarse con los calzones nuevos, las camisas de algodon con cuello de encaje y las levitas rojas que se habian procurado en Djedda. Las prendas eran parte del botin que unos corsarios habian obtenido en un reciente abordaje, y los piratas consintieron en venderselas a cambio de una desorbitada cantidad de oro. Habia llegado el momento de hacer uso de aquellas galas tan cuidadosamente guardadas hasta entonces en una bolsa de cuero, y de preparar de forma conveniente la llegada.

– Estamos a tres dias de El Cairo -dijo Jean-Baptiste-. Los dos primeros los pasaremos juntos. En el ultimo campamento dejas tu caballo, tomas una mula y te diriges hacia el norte. En dos etapas llegasal Nilo por Benha, y un dia despues entras en El Cairo por la ruta de Alejandria, que es por donde se supone que deberias volver.

Era un regreso poco glorioso para alguien que habia participado en todas las penurias del viaje. Pero Poncet sabia que, en el momento en que el maestro Juremi tomo la decision de reunirse con el, el viejo soldado habia aceptado de antemano representar el humilde papel de siempre.

– ?Nosotros nos quedaremos juntos? -pregunto Murad a Jean-Baptiste con cierta inquietud.

– Solo los dos primeros dias. Esperaras en el lugar donde Juremi nos deje. Yo ire delante.

– ?Como…? -exclamo Murad-. ?Pretendes que me quede solo en pleno desierto?

– No estaras solo, estan los esclavos -refunfuno el maestro Juremi.

– Es un consuelo. ?Los has visto?

– Nos detendremos en un sitio seguro, proximo al lugar donde hacen alto las caravanas -dijo Poncet malhumorado-. Y pagare a alguien para que te proteja.

– Asi que te vas antes… -dijo Murad con poca conviccion.

– Voy a dar aviso de tu llegada. Al dia siguiente te presentas por la tarde con el aire mas distinguido que puedas. Uno de los esclavos, el mayor, te seguira en otra mula. Por cierto, habra que liarle los pies con unas tiras de fieltro para disimular un poco su cojera. Los dos muchachos iran detras con los borricos.

Murad asintio con la cabeza.

– ?Cuantas mudas limpias te quedan en los baules?

– Una.

– En ese caso, guardala y espera a la audiencia oficial para cambiarte. Cuando te encuentres con las personas que vayan a darte la bienvenida, a la entrada de la ciudad, pideles que excusen la triste estampa de un hombre que ha hecho un viaje largo, dificil y peligroso.

Puntualizaron algunos detalles mas y luego cayo la noche; durmieron entre las pieles, alrededor del fuego. Jean-Baptiste estaba mas nervioso que de costumbre. Su cuerpo le enviaba multiples senales de fatiga y de dolor. No podia desviar la mirada de todas aquellas estrellas que le habian acompanado durante aquel ano y que pronto iba a abandonar. Solo pensaba en que El Cairo estaba cerca y hasta le parecia notar su proximidad. A la hora de la partida uno nunca se impacienta a pesar de que hay motivos de sobra para el desaliento, y quiza porque solo se piensa en los logros del viaje. Pero ?que sucedia ahora, cuando el regreso estaba tan cerca? ?A que venian esas demoras? ?Por que pasaran tan despacio los minutos que nos separan de la paz y que causan nuestra desazon? Jean-Baptiste habia alimentado la idea del regreso durante largos meses. Imaginaba volver a encontrarse con Alix, su amor. Pero ese castillo de suenos que habia construido con tanto teson, que habia alzado piedra a piedra para no perder nunca de vista a su amada a pesar de hallarse muy lejos de ella, empezo a resquebrajarse de pronto. Se preguntaba si esa torre heteroclita de esperanzas fragiles, recuerdos amanados y retazos de imagenes y sonidos salvados de los escombros de unos dias ya lejanos, no descansaria en arenas movedizas, en la alocada apuesta de que alguien pudiera esperarle sin conocerlo verdaderamente, y amarle sin apenas haberlo visto. Ese ser que habia llevado con el tan lejos y durante tanto tiempo, ?no seria simplemente su propio deseo? Aquella noche, echado de cualquier manera sobre las piedras cortantes del desierto, Jean-Baptiste no solo se preguntaba si Alix lo amaba, sino que incluso dudaba de que ella hubiera existido realmente.

Al final tomo la resolucion de abandonar el ultimo campamento en plena noche. El dia anterior todo se habia desarrollado como estaba previsto. El maestro Juremi tomo el camino de Alejandria refunfunando. Por su parte, Murad estaba tranquilo porque optaron por pernoctar en un lugar muy frecuentado por las caravanas. Ademas, dos jenizaros habian decidido dormir alli aquella noche. Se acostaron temprano y poco despues empezaron a oirse los sonoros ronquidos de Murad. Jean-Baptiste sabia que era inutil intentar conciliar el sueno, asi que ensillo tranquilamente su caballo; dejo al asno y toda su carga con el resto del convoy que alcanzaria la ciudad al dia siguiente; se enfundo la camisa limpia, el calzon y el jubon; y se marcho solo. La gran luna de nacar que se habia elevado por poniente alumbraba el camino con tanta claridad como el sol en invierno. Habia sido un dia abrasador. El caballero al trote atravesaba las bolsas de calor que flotaban en el aire, dejandolas atras como mantos sedosos. Mientras, los cascos de los caballos resonaban como los latidos de un inmenso corazon que hubiera aflorado a la superficie tremula del desierto.

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