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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 43


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Fueron necesarios dos caballos para cargar con todos los obsequios que los medicos francos habian acumulado durante su estancia: oro, joyas, pieles, colmillos de elefante y otros presentes que sus pacientes -el Emperador el primero y el de mayor rango- les habian rogado que aceptaran. En un pequeno asno agregaron una bolsa de cuero doble, voluminosa aunque muy ligera, repleta de plantas secas, raices y semillas que habian recogido en el transcurso de aquellas semanas.

Dejaron a Demetrios unos frascos con medicinas y las consiguientes indicaciones para cuidar al Rey. Estaba completamente curado, pero asi podria hacer uso de ellas en el caso de que la enfermedad se presentara de nuevo, lo cual por desgracia era muy posible.

Necesitaron tres dias enteros para despedirse de todas las amistades que habian hecho en la ciudad. Jean-Baptiste, con el pensamiento completamente puesto en su bien amada, rechazo con la mayor cortesia que pudo los ofrecimientos carnales, que no fueron pocos en aquellas ultimas veladas; no obstante, el maestro Juremi se empleo a fondo por los dos.

Asi llego el ultimo dia. La estacion calida tocaba a su fin y las noches se cargaban de oscuros nubarrones. Los viajeros tuvieron una ultima conversacion con el Rey, en la parte alta del palacio, en la misma sala donde los habia recibido al llegar. El soberano estaba tan emocionado que tenia lagrimas en los ojos y los abrazo como a hermanos. Dijo que cada dia rogaria a Dios para que los protegiera y los devolviera pronto a su lado.

– Tengan -dijo tendiendoles una cadena de oro con un medallon del misino metal, ancho como la mitad de una mano y acunado con la efigie de un leon de Juda-. Se que ustedes son un poco incredulos, pero en su interior hay algo mas que materia.

El Rey le puso la cadena en el cuello a Jean-Baptiste con sus propias manos y le dio un abrazo. Con el maestro Juremi hizo lo propio, y luego desaparecio con prontitud.

Aquel mismo dia le vieron de nuevo, pero de lejos, en una audiencia oficial, ya que a los ojos de los sacerdotes y de los principes no habia constancia de sus entrevistas privadas con el Rey, aunque sin duda todos estaban al corriente de ello.

Los condujeron al patio del palacio donde se habia dispuesto el trono. Entretanto, los cuatro leones, a algunos pasos del soberano, rugian en su jaula. El Emperador permanecia inmovil como siempre, y solo hablaba por mediacion de su «boca» oficial. Poncet y el maestro Juremi se prosternaron cuan largos eran. Las losas rugosas en las que descansaban sus rostros tenian ahora un olor casi familiar, y no les resultaban tan frias como a su llegada. Esta tierra, o mejor dicho, esta piedra, que en el pais del basalto a ras del cielo al fin y al cabo era lo mismo, era ya un poco la suya. Como la audiencia se prolongaba y los sacerdotes consideraron oportuno que estuvieran prosternados aun un rato, cada uno vio al incorporarse que el otro habia mojado ligeramente el suelo con sus lagrimas.

Un destacamento de treinta guerreros a caballo los acompano desde la ciudad hasta Axum, a cinco dias de marcha. Alli se reunieron con Murad el Joven y con el resto de la caravana, y tambien con los elefantes. Una escolta formada unicamente por siete hombres los acompano hasta los confines del imperio, y despues partieron a galope hacia la costa.

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