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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 20


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Sin embargo, no olvidaba el objetivo de su viaje y le desesperaba tener que permanecer alli. La gran caravana seguia sin llegar, y esto podia acarrear pesimas consecuencias.

Alix de Maillet se extrano mucho de que le encomendaran una mision tan de improviso. Cuando su padre le expuso el asunto, le costo asimilarlo, pero enseguida se mostro llena de alegria. Se paso la manana canturreando en su habitacion al son de un organillo. ?Una mision! Era la primera vez en su vida que a alguien se le ocurria confiarle una responsabilidad. Todos sus deseos se habian colmado; por fin iba a poder salir de aquella casa que se habia convertido en su prision. Y por si eso fuera poco, tendria un lugar deshabitado para ella sola. La descripcion que le hizo su padre, aquel dedalo de plantas y objetos desperto su curiosidad. No obstante, a esta curiosidad se sumaba cierto temor: ?seria capaz de llevar a cabo su mision? ?Se encontraria con objetos, y sobre todo con seres vivos -aunque fueran vegetales- hostiles e incomprensibles hasta el punto de no responder a sus cuidados y morir? El riesgo era lo suficientemente grande como para sentirse angustiada, pero en el fondo tenia confianza. Ademas, no estaria en un lugar completamente desconocido. Se trataba de la residencia de Jean-Baptiste Poncet. Iba a internarse en el lugar donde el habia vivido y, pese a la decepcion que le habia causado su partida y su silencio, esperaba que aquella casa fuera el reflejo de los sentimientos que le habia inspirado su dueno.

El padre Gaboriau, incorporado de mala gana a aquel quehacer, fue a buscar a Alix un dia despues de que la caravana se hubiera marchado, pues no habia necesidad de que las plantas estuvieran mucho tiempo sin cuidados. El consul puso a su servicio un cabriole, y a las ocho emprendieron su camino para un viaje de dos minutos. Desde aquella manana, el senor De Maillet empezo a decir a todos los visitantes que su hija iba con el cura a cuidar las plantas de los antiguos droguistas. Consideraba que si la cosa era publica, tambien era natural. Asi pues, el jesuita mando estacionar la calesa ante la casa de Poncet sin disimular que tenia la llave y entraron en la estancia que habia sido el antro del maestro Juremi. Antes de partir, el protestante habia puesto un poco de orden, es decir, habia hecho desaparecer su lecho y habia colocado la vajilla en su sitio. En la mesa, situada en medio de la habitacion, habia una carta a la atencion del padre Gaboriau. Este mando a la joven que la leyera, arguyendo que aquella luz era insuficiente para sus ojos cansados. La carta decia que el jesuita, por su edad avanzada, podia dispensarse de subir al piso superior y que habia para el un divan, que avistaron inmediatamente en un rincon, en la planta baja. Asimismo los boticarios habian tenido la delicadeza de elaborar un reconstituyente para aliviar los males que, segun sabian, padecia el cura. En la misiva agregaban que bastaria con tomar diariamente un vaso de la gran garrafa de cristal provista de un grifo en su base. Tambien especificaban que todas las indicaciones para cuidar las plantas estaban recogidas en dos grandes cuadernos que la senorita encontraria en el piso de arriba.

El padre probo el medicamento con una mueca de satisfaccion.

– ?Es amargo? -pregunto Alix.

– Nina mia, es un remedio, y hay que tomarlo como es.

Si el brebaje no hubiera sido una receta de los boticarios, el padre Gaboriau habria jurado que se trataba de aguardiente. Cuando termino de beber su vaso, se echo en el divan y aconsejo a su pupila que fuera a hacer sus quehaceres al primer piso.

En cuanto estuvo arriba pudo ver -como su padre unos dias atras, aunque evidentemente con unos ojos completamente distintos- la extraordinaria exuberancia de aquella casa-invernaculo. Las plantas habian exhalado su aliento humedo durante la noche. El aire confinado alli era tibio y humedo con olor a tronco talado y a flores silvestres, y unos cuantos pajarillos piaban posados en el caballete de la techumbre.

La joven avanzo lentamente por el estrecho sendero que discurria entre los tiestos. Rozo las ramas con la punta de los dedos, llego hasta la mesa y se sento en un taburete. Realmente era un lugar extraordinario, a imagen de quien lo habia creado, y su presencia aun parecia notarse. Se dejo llevar por una dulce ensonacion hasta que los dos grandes cuadernos dispuestos encima de la mesa le recordaron sus obligaciones. Abrio el primer tomo. Era un austero tratado en latin sobre el cuidado de las plantas, impreso en Holanda veinte anos atras. Se sintio angustiada. Necesitaria tanto tiempo para leer y traducirlo todo que para entonces las pobres plantas estarian todas muertas. Sin embargo, en cuanto empezo a hojear las primeras paginas, descubrio una nota que sobresalia ligeramente y donde alguien habia escrito con pluma: «Ponga una cubeta de agua al dia a las grandes, un vaso a las pequenas y medio a la semana a las suculentas. Abra las ventanas cuando llegue y cierrelas cuando se vaya. Por lo demas, haga lo que le dicte su corazon. Y sobre todo, hableles como si me hablara a mi… Jean-Baptiste.»

Alix se echo a reir, pero enseguida se llevo la mano a la boca, inquieta ante la posibilidad de llamar la atencion del cura. No obstante, desde abajo solo llegaba la respiracion regular de una persona dormida. Doblo la nota, la disimulo entre dos libros, en un estante, y se dispuso de buen humor a llevar a cabo el programa tan simple y agradable que le habia propuesto.

2

Dos dias despues de que la caravana se hubiera marchado, el senor De Maillet recibio en el consulado la visita de un hombre singular que se presento como el hermano Pasquale.

Tan pronto como fue introducido en su gabinete, el consul empezo a ponerse nervioso. Era un capuchino, vestido con el habito de la orden, sujeto con el cordon de nudos, y la gran capucha puntiaguda caida sobre la espalda. Su amplia vestimenta impedia distinguir su silueta, pero sus hombros anchos, su considerable estatura y las manos callosas, le daban al hombre un aire de lenador convertido en religioso. Una gran cabeza cuadrada, enmarcada en una barba negra rizada y unos ojillos inmoviles y brillantes terminaban de conferirle un aspecto estremccedor. Tenia un fuerte acento italiano, pronunciaba con fuerza las erres y recortaba las palabras con la rudeza de un carnicero que despoja de grasa una pieza de buey…

– Sono el supenore de nostra comunidad -dijo despues de saludar al consul.

«Si este patan es el superior -penso el senor De Maillet horrorizado-, como seran los otros…»

El monje fue al grano y le expuso que deseaba encontrar al hombre a quien el senor De Maillet habia encomendado una embajada en la corte del Negus de Etiopia.

El consul hizo un gesto de extraneza, fingiendo no entender nada. Ante esta reaccion, el capuchino saco un papel de su habito y leyo el primer parrafo de la casta secreta que el consul habia confiado a Poncet, precintada con los sellos oficiales del reino de Francia. El senor Mace, que tambien asistia a la entrevista, observo que el senor De Maillet se habia quedado blanco como el papel y que parecia a punto de desplomarse. Luego se repuso y cobro fuerzas para preguntarle al monje como habia caido en sus manos aquel documento.

– Ma, si nos lo ha enviado propiamente il signore consul -dijo el capuchino con una amplia sonrisa, que exhibia una dentadura espantosamente mellada.

– ?Yo no le he enviado nada que se le parezca!

– II suo secretario, este que vedo aqui, creo, fue a verificare la traduzione con uno de nuestros hermanos, ?no es asi? Con el fratello Francois, ?no lo conoce?

El consul se volvio hacia el senor Mace y lo fulmino con la mirada. Si hubiera podido pulverizarlo alli mismo, lo habria hecho sin vacilar. Habia cometido una torpeza tan estupida y tan imperdonable que se preguntaba si encontraria un castigo acorde para redimirla. El consul habia encargado al senor Mace que revisara la traduccion de su carta con un anciano monje maronita llamado Francois, que vivia en la ciudad, detras de los mataderos para ser mas exactos, y que era muy respetado por ser un erudito en el conocimiento de las lenguas. Pero he aqui que aquel inepto se habia confundido de monje y en lugar de consultar con el inofensivo siriaco, se habia dirigido a un capuchino…

El senor Mace acababa de descubrir, de la peor manera posible, la clave de un enigma diplomatico que en un principio no habia atinado a comprender. El hecho de que el consul mostrara la carta para el Negus precisamente a los capuchinos, que con tanto esfuerzo habia apartado del viaje, le habia parecido al infante de lenguas, que en el fondo no era mas que un principiante, una artimana sutil y muy propia que justificaba la reputacion de maquiavelicos que se habian granjeado los cancilleres de Oriente. Pero ahora se revelaba la cruda verdad…

No obstante, el senor De Maillet recobro la serenidad. Ya habria tiempo de arreglar cuentas. Lo que ahora importaba era saber que quena aquel monje patan con semejante baza en su poder.

Despues de hacer memoria, el consul recordo con satisfaccion que, en la carta del Rey al Negus, no se mencionaba a los jesuitas en ninguna parte.

– Esta embajada es una muy buona idea -continuo el hermano Pasquale-. Y he venido per proponer nostra ayuda. Tenemos algunos fratelli en la Alta Egipta y Nubia. Podemos ser muy utiles.

El monje empezo a explicarle entonces al senor De Maillet que asu orden le interesaba muy especialmente todo aquello que estuviera relacionado con Etiopia, pues el Papa en persona habia encomendado a los capuchinos la santa mision de convertir el pais. Por otra parte, hacia menos de quince dias que el Santo Padre habia nombrado oficialmente al superior de la orden de san Francisco legado pontificio a latere para Absinia. El consul reconocio en aquello la proverbial ambiguedad de Inocencio XII, pues a la misma hora en que bendecia la mision de los jesuitas, auspiciada por el Rey de Francia, el intrigante Papa nombraba legado para Etiopia al superior de sus directos adversarios. Es decir que lanzaba hacia el mismo objetivo a dos congregaciones que no se caracterizaban precisamente por su mutua indulgencia. ?Y que gane el mejor!

Pero no era momento de titubeos. El consul se olio el peligro y reacciono con extrema celeridad. En esos instantes se admiraba de si mismo. ?Ah, si Pontchartrain le hubiera visto en ese momento con el semblante distendido, fingiendo sorpresa y decepcion!

– ?Santo Dios, queridisimo hermano, que enojoso despiste! En efecto, me he tomado la molestia de comunicarle nuestras intenciones a traves de mi secretario. Pero dado que el hermano Francois no nos ha hecho comentario alguno, hemos pensado que solo tomaria nota de esta embajada. Comprendanos, nada nos hacia suponer que deseaba unirse tambien. Hoy hace tres dias que se marcharon, y no tenemos medio alguno para alcanzarlos.

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