Samarcanda - Maalouf Amin - Страница 40
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Al verme llegar, su rostro se ilumino. Vino hacia mi a grandes zancadas, me estrecho contra el disculpandose del dano que me habia causado y proclamandose feliz de que hubiera podido salir de aquello. Le conte detalladamente mi huida y la intervencion de la princesa, antes de volver sobre mi demasiado breve estancia y mi encuentro con Fazel y luego con Mirza Reza. La sola mencion de su nombre irrito a Yamaleddin.
– Me acaban de informar de que lo ahorcaron el mes pasado. ?Que Dios le perdone! Por supuesto, conocia su suerte, solo resulta sorprendente lo que han tardado en ejecutarlo. ?Mas de cien dias despues de la muerte del shah! Sin duda lo torturaron para arrancarle su confesion.
Yamaleddin hablaba lentamente. Me parecio mas debil, mas delgado; de vez en cuando, los tics desfiguraban su rostro, de ordinario tan sereno, aunque sin despojarlo de su magnetismo. Daba la impresion de que sufria, sobre todo cuando evocaba a Mirza Reza.
– Aun no puedo creer que ese pobre muchacho, que cuide aqui mismo en Constantinopla, al que le temblaban las manos constantemente y parecia incapaz de levantar una taza de te, haya podido sostener una pistola, disparar contra el shah y matarlo de un solo tiro. ?No crees que han podido aprovecharse de su locura para endosarle el crimen de otro?
Por toda respuesta le presente el atestado copiado por la princesa. Poniendose sus finos binoculos lo leyo, lo releyo con fervor, o terror, a veces incluso me parecio que con una especie de alegria interior. Luego doblo las hojas, se las metio en el bolsillo y se puso a pasear de un lado a otro de la habitacion. Pasaron diez minutos de silencio antes de que pronunciara esta sorprendente oracion:
– ?Mirza Reza, nino perdido de Persia! ?Si pudieras ser solamente loco, si pudieras ser solamente sabio! ?Si pudieras contentarte con traicionarme o con serme fiel! ?Si pudieras inspirar solo ternura o repulsion! ?Como amarte? ?Como odiarte? El mismo Dios ?que hara contigo? ?Te llevara al Paraiso de las victimas? ?Te relegara al infierno de los verdugos?
Volvio a sentarse, agotado, con el rostro entre las manos. Yo seguia callado, incluso me esforzaba por contener el ruido de mi respiracion. Yamaleddin se incorporo. Su voz me parecio mas serena y su mente mas clara.
– Las palabras que he leido son, desde luego, de Mirza Reza. Hasta ahora tenia mis dudas. Ya no las tengo; ciertamente fue el el asesino. Y probablemente penso actuar asi para vengarme. Quiza haya creido que me obedecia. Pero, contrariamente a lo que pretende, yo jamas le di la orden de cometer un asesinato. Cuando vino a Constantinopla a contarme como lo habian torturado el hijo del shah y sus acolitos, se ahogaba en llanto. Queriendo que reaccionara, le dije: «?Deja ya de lamentarte! ?Se diria que lo unico que buscas es que te compadezcan! ?Estarias dispuesto incluso a mutilarte para estar seguro de que vas a despertar compasion!» Le conte una antigua leyenda: «Cuando los ejercitos de Dario se enfrentaron con los de Alejandro el Grande, los consejeros del griego le advirtieron que las tropas de los persas eran mucho mas numerosas que las suyas. Alejandro se encogio de hombros con aplomo: “Mis hombres -dijo, “luchan para vencer; los hombres de Dario luchan para morir".»
Yamaleddin parecio rebuscar en sus recuerdos.
– Entonces le dije a Mirza Reza: «?Si el hijo del shah te acosa, destruyelo, en lugar de destruirte a ti mismo!» ?Es realmente eso un llamamiento al asesinato? ?Y cree usted de verdad, usted que conocio a Mirza Reza, que yo habria podido confiar semejante mision a un loco que miles de personas pudieron ver aqui mismo, en mi casa?
Quise mostrarme sincero.
– No es usted culpable del crimen que se le imputa, pero no puede negarse su responsabilidad moral.
Mi franqueza le impresiono.
– Eso lo admito, como admito haber deseado cada dia la muerte del shah. Pero de que sirve defenderme si ya estoy condenado.
Se dirigio hacia un cofrecillo y saco de el una hoja cuidadosamente caligrafiada.
– Esta manana he escrito mi testamento.
Me coloco el texto entre las manos y lei con emocion:
«No sufro por estar prisionero, no temo a la cercana muerte. Mi unica causa de desolacion es comprobar que no he visto florecer las semillas que sembre. La tirania continua aplastando a los pueblos de Oriente y el oscurantismo sigue ahogando su grito de libertad. Quiza hubiera logrado mis propositos si hubiese sembrado mi semilla en la tierra fertil del pueblo en lugar de en las aridas tierras de las cortes reales. Y tu, pueblo de Persia, en quien puse mis mayores esperanzas, no creas que eliminando a un hombre puedes ganar tu libertad. Es el peso de las tradiciones seculares lo que tienes que osar sacudir.»
– Guarde una copia y traduzcala para Henri Rochefort, L'Intransigeant es el unico periodico que clama aun mi inocencia, los otros me llaman asesino. Todo el mundo desea mi muerte. ?Que se tranquilicen, tengo un cancer, un cancer de mandibula!
Como cada vez que tenia la debilidad de quejarse, lo compenso inmediatamente con una risa falsamente despreocupada y una docta broma.
– Cancer, cancer, cancer, repitio como una imprecacion. Los medicos de los tiempos pasados atribuian todas las enfermedades a las conjunciones de los astros. Solo el cancer ha conservado, en todas las lenguas, su nombre astrologico. El pavor esta intacto.
Permanecio unos instantes pensativo y melancolico, pero no tardo en proseguir con un tono falsamente alegre y por ello mas desgarrador.
– Maldigo este cancer. Sin embargo nada prueba que sera lo que me mate. El shah pide mi extradicion. El sultan no puede entregarme, puesto que sigo siendo su invitado, y tampoco puede dejar impune un regicidio. Por mucho que deteste al shah y a su dinastia y conspire cada dia contra el, hay una solidaridad que continua uniendo a la cofradia de los grandes de este mundo frente a un perturbador como Yamaleddin. ?La solucion? El sultan hara que me maten aqui mismo y el nuevo shah se sentira reconfortado, puesto que a pesar de sus repetidas demandas de extradicion no tiene ningun deseo de mancharse las manos con mi sangre al principio de su reinado. ?Quien me matara? ?El cancer? ?El shah? ?El sultan? Quiza no tenga ya tiempo de saberlo. Pero tu, mi joven amigo, tu si lo sabras.
?Y tuvo la temeridad de reirse!
De hecho, no lo supe nunca. Las circunstancias de la muerte del gran reformador de Oriente siguen siendo un misterio. Me entere de la noticia algunos meses despues de mi regreso a Annapolis. Una resena en L'Intransigeant del 12 de marzo de 1897 me informo de su desaparicion sobrevenida tres dias antes, pero hasta finales de verano, cuando me llego la famosa carta prometida por Xirin, no pude conocer la version que sobre la muerte de Yamaleddin circulaba entre sus discipulos. «Desde hacia algunos meses», escribia la princesa, «padecia fuertes dolores de muelas provocados sin duda por su cancer. Ese dia, al superar el dolor los limites de lo soportable, envio a su sirviente a avisar al sultan, quien le mando a su propio dentista. Este lo ausculto, saco de su maletin una jeringa ya preparada y le inyecto en la encia, explicandole que pronto se aliviaria su dolor. No habian transcurrido aun algunos segundos cuando la mandibula del Maestro comenzo a hincharse. Viendo que se ahogaba, su sirviente corrio a alcanzar al dentista, que no habla salido aun de la casa, pero en lugar de volver sobre sus pasos, el hombre echo a correr a toda velocidad hasta el carruaje que le esperaba; Sayyid Yamaleddin murio unos minutos despues. Por la noche, unos agentes del sultan vinieron a recoger su cuerpo, que fue lavado y enterrado precipitadamente.» El relato de la princesa terminaba sin transicion con estas palabras de Jayyam que habia mandado traducir: «Aquellos que han acumulado tantos conocimientos y que nos han conducido hacia la sabiduria, ?no estan ellos mismos ahogados en la duda? Cuentan una historia y luego se van a dormir.»
Sobre la suerte del Manuscrito , que era, sin embargo, el objeto de la carta, Xirin me informaba laconicamente: «Efectivamente, estaba entre las pertenencias del asesino. Ahora esta en mi casa. Podreis consultarlo a vuestro antojo cuando volvais a Persia.»
?Volver a Persia, donde pesaban sobre mi tantas sospechas?
XXXIII
D e mi aventura persa no habia conservado mas que deseos; un mes para llegar a Teheran, tres meses para salir de alli, y en sus calles unos cuantos dias de aturdimiento, apenas el tiempo de oliscar, rozar o entrever. Demasiadas imagenes me llamaban aun desde la tierra prohibida; mi altiva pereza de fumador de kalyan dandome importancia entre los vapores de brasas y de tombac; mi mano apretando la de Xirin solo el tiempo de una promesa; mis labios sobre esos pechos ofrecidos castamente por mi madre de una noche; y mas que nada el Manuscrito , el Manuscrito que me esperaba abierto en los brazos de su depositaria.
A aquellos que nunca hayan contraido la obsesion de Oriente, apenas me atrevo a contar que un sabado al atardecer, calzado con unas babuchas, vestido con mi tunica persa y llevando en la cabeza mi kulah de piel de cordero, me fui a deambular por un rincon de la playa de Annapolis que sabia desierto. Lo estaba, pero a mi regreso, absorto en mis pensamientos y olvidando mi vestimenta, di un rodeo por Compromise Road, que de desierta no tenia nada. «Buenas noches, senor Lesage», «Que usted siga bien, senor Lesage», «Senor, senora Baymaster, senorita Bigchurch», los saludos llovian. «?Buenas noches, Reverendo!»
Fue el entrecejo fruncido del pastor lo que me desperto. Me pare en seco para contemplarme con contricion de la cabeza a los pies, palpar mi sombrero y apresurar el paso. Creo incluso haber corrido, arrebujado en mi aba como para ocultar mi desnudez. Al llegar a mi casa me quite mis avios y los enrolle con un gesto definitivo antes de tirarlos con rabia al fondo del armario de las herramientas.
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