Выбери любимый жанр

La batalla - Rambaud Patrick - Страница 6


Изменить размер шрифта:

6

– Eso no es de mi competencia -replico el sirviente, muy atareado en su pillaje.

Entonces Lejeune, de un brusco puntapie, volco la consola, y el sirviente quedo suspendido de la arana, pataleando y chillando, lo cual divirtio sobremanera a los presentes. Aplaudieron a Lejeune, y un general de brigada, al reparar de improviso en su uniforme del estado mayor, le ofrecio vino aleman en una taza. En aquel momento se abrio una puerta de doble batiente.

Massena, con atuendo y babuchas de sultan, entro en el salon, gritando:

– ?Podriais vociferar menos, hatajo de sabandijas!

El mariscal, tuerto, de cara ancha pero con la nariz aguilena, el cabello negro y tupido, corto y peinado a lo Tito, tenia una hermosa y recia voz, pero no obtuvo mas que un guirigay en lugar de silencio y, al ver a Lejeune, el unico hombre digno en medio de aquel barullo, le ordeno:

– Venid, coronel.

Entonces volvio la espalda levemente curvada para regresar a su habitacion, seguido al punto por el mensajero del emperador. En el recodo de un pasillo, Massena se paro en seco ante un macizo reloj de pendulo, dorado y bermejo, que representaba unos angeles rollizos golpeando una especie de gong.

– ?Que os parece?

– ?La situacion, senor duque?

– ?La situacion no, pedazo de alcornoque! Me refiero a este pendulo.

– A primera vista, es un hermoso objeto -dijo Lejeune.

– ?Julien!

Un criado con librea granate aparecio como salido de ninguna parte.

– Nos llevamos esto, Julien -dijo Massena.

Senalo el reloj de pendulo, que el otro tomo con cuidado en sus brazos, resoplando porque era pesado. Una vez en la habitacion que formaba angulo, Massena se sento en el borde de un lecho con dosel de terciopelo y pregunto por fin:

– Y bien, joven, ?cuales son las ordenes?

– Construir un puente flotante sobre el Danubio, a seis kilometros al sudeste de Viena.

Massena permanecia impasible cualquiera que fuese la tarea encomendada. A sus cincuenta y un anos, ya lo habia sufrido todo y no le quedaba nada por hacer. Se sabia de el que era un ladron, decian que era rencoroso, pero una vez mas el emperador tenia necesidad de su pericia belica. De ordinario, el mariscal despreciaba a quienes denominaba «los papanatas de Berthier» o «los arrendajos», porque el, hijo de un mercader aceitero de Niza, contrabandista durante cierto tiempo, no habia nacido mariscal ni duque, como aquellos Juan Lanas procedentes de la banca o del mundo aristocratico, marqueses, fatuos que llevaban pomadas y objetos de tocador en las cartucheras, los Flahaut, Pourtales, Colbert, Noailles, Montesquiou, Girardin, Perigord… Sin embargo, no incluia entre ellos a Lejeune: era el unico burgues de aquella pandilla, aunque al igual que los otros hubiera aprendido a saludar en casa de Gardel, el maestro de los ballets de la opera. Y ademas tenia un talento con los pinceles que Su Majestad apreciaba.

– ?Habeis descubierto el lugar apropiado? -inquirio Massena.

– Si, senor duque.

– ?Como es? ?Que longitud tiene?

– Unos ochocientos metros.

– Es decir, ochenta barcas para sostener el piso del puente…

– He previsto un rio, senor duque, donde podriamos ponerlas a resguardo.

– Y tablones, digamos nueve mil… Para eso hay bosques a talar en este dichoso pais.

– Mas unas cuatro mil viguetas y, por lo menos, nueve mil metros de cordaje resistente.

– Si, y anclas.

– O cajas de pescador, senor duque, que llenaremos de proyectiles.

– Procuremos economizar los proyectiles, coronel.

– Lo intentare.

– ?Bien, de prisa, requisadme todo lo que flote!

Lejeune se disponia a salir cuando Massena le retuvo con un grito.

– Lejeune, vos que fisgoneais por todas partes, decidme…

– ?Si, senor duque?

– Dicen que los genoveses han colocado cien millones en los bancos de Viena. ?Es cierto?

– Lo ignoro.

– Comprobadlo. Insisto en ello.

Un bulto gruno bajo las ropas de cama, y Lejeune percibio unos mechones claros. Con la sonrisa complice de un chalan, Massena separo el cubrecama bordado y alzo a una mujer joven apenas despierta, sujetandola por la cabellera.

– Coronel, prevenidme lo antes posible acerca del dinero de los genoveses y os la doy. Es la viuda de un tirador corso despanzurrado la semana pasada, ?es docil y tiene las redondeces de una duquesa!

A Lejeune no le gustaba esa conducta propia de cabaret, lo cual era patente en la expresion de su cara. Massena penso que, a pesar de todo, aquellos jovenes gazmonos no eran autenticos soldados. Dejo caer a la mujer sobre las almohadas de seda y dijo en un tono mas seco:

– ?Marchaos! ?Id a casa de Daru!

El conde Daru dirigia la intendencia imperial. Habia establecido sus servicios en un ala del castillo de Schonbrunn, cerca del emperador, a una media legua de Viena. Alli regia por medio de sus gritos a todo un pueblo de civiles, pues ya no era un ejercito lo que seguia a Napoleon sino una horda, una ciudad en marcha, una dotacion de cinco batallones para conducir dos mil quinientos carros de suministros y material, y companias de panaderos, constructores de hornos, albaniles bavaros, todos o casi todos los oficios, bajo las ordenes de noventa y seis comisarios y adjuntos; aquellos se ocupaban del alojamiento, el forraje, los caballos, los coches, los hospitales, el revituallamiento, en fin, de todo. Daru debia de saber donde encontrar embarcaciones.

Lejeune cruzo un largo puente adornado con esfinges, sobre el rio Viena, y luego una alta verja fianqueada por dos obeliscos rosados con sendas aguilas de plomo en la parte superior. Entro en el patio cuadrado de Schonbrunn, aquel castillo donde los Habsburgo residian en verano sin demasiado protocolo, a la sombra de un parque en el que correteaban unas ardillas nada esquivas. En el vaiven de las comitivas y los batallones de la Guardia, diviso un cabo con charreteras de lana verde.

– ?Daru? -le grito.

– Por alli, mi coronel, bajo la columnata de la izquierda pasado el gran estanque.

Era un palacio vienes, es decir, pomposo, intimo, barroco y austero al mismo tiempo, una imitacion de Versalles, de color ocre y mas reducido, asi como mas irregular. Lejeune encontro a Daru, quien gesticulaba en medio de un grupo. Insultaba a uno de sus comisarios, un hombre tocado con bicornio. Veia la llegada de Lejeune como una molestia: ?que mas iban a pedirle? Vestia un frac abrochado sobre un abdomen considerable, con los faldones remangados, y se puso en jarras.

– Senor conde

– empezo a decir Lejeune al desmontar. -?Al grano! ?Que imposibilidad me pide Su Majestad?

Separaba cada silaba, como se acostumbra en el Mediodia frances, anadiendo musica a la voz.

– Ochenta barcos, senor conde.

– ?Vaya! ?Nada mas que eso? ?Y tengo que inventarme esas barcazas? ?El ejercito va a pasearse por el Danubio?

– Son para sostener un puente.

– ?Ah, me lo figuraba! (A sus acompanantes.) ?No os quedeis ahi como pasmarotes! ?Es que no teneis trabajo? (Entonces, mientras los demas se dispersaban, anadio con semblante serio:) No quedan barcos en Viena, coronel. ?Ni uno! ?Los austriacos no son tan panfilos! Han hundido la mayor parte de las embarcaciones, o las han hecho descender rio abajo hasta Presbourg, a fin de ponerlas fuera de nuestro alcance. No estan locos, ?eh? ?No nos quieren en la orilla izquierda de su Danubio!

Daru tomo a Lejeune del brazo y le llevo a un despacho lleno de cajas y muebles amontonados, dejo sobre una mesa su sombrero de fieltro con escarapela, expulso con un rugido a dos adjuntos que por desgracia para ellos se habian adormilado y, cambiando de tono, como un actor, paso del furor al fingido abatimiento:

– ?Que desbarajuste, coronel, que desbarajuste! ?Nada funciona! ?No tengo mas que problemas! ?Creedme, este maldito bloqueo nos perjudica!

En efecto, tres anos atras el emperador habia decidido aislar a Inglaterra, prohibiendo sus productos en el continente, pero eso no impedia el contrabando. Por otra parte, los capotes del ejerci to eran de pano tejido en Leeds, y los zapatos procedian de Northampton. Inglaterra seguia dominando el comercio mundial, y era la Europa imperial la que se condenaba a la autarquia: de pronto faltaba el azucar y el anil para tenir de azul los uniformes, de lo que Daru se quejaba:

– Nuestros soldados visten de cualquier manera, con lo que cogen en los pueblos o despues de los combates. ?A que se parecen, quereis decirmelo? ?A una compania de actores tragicos, ambulantes y andrajosos! Tienen chaquetas grises birladas a los austriacos, ?y que es lo que pasa? ?No lo sabeis? Os lo voy a decir, coronel, os lo voy a decir… (suspiro ruidosamente). A la primera herida, por leve que sea, sobre un tejido claro la sangre se extiende y hace visible; un rasguno da la impresion de un bayonetazo en la tripa, ?y esa sangre desmoraliza a los otros, les causa un miedo profundo, los paraliza! (Daru adopto de repente el tono de voz de un comerciante de ropa:) Mientras que sobre el azul, un hermoso azul muy oscuro, esas manchas desgraciadas se ven menos y, por lo tanto, asustan menos…

El conde Daru se dejo caer en un sillon de estilo rococo, cuya madera hizo crujir, y desplego un mapa de estado mayor mientras proseguia su discurso:

– Su Majestad quiere plantar glasto cerca de Toulouse, Albi, Florencia… Muy bien. ?Antes esa hierba crecia de maravilla, pero no tenemos tiempo! Y ademas ?habeis visto los reclutas? ?A su lado los del ano pasado tienen pinta de veteranos! Hacemos la guerra con crios disfrazados, coronel… (examino el mapa y volvio a cambiar de tono:) ?Donde quereis ese puente?

Lejeune indico la isla Lobau sobre el mapa desplegado. Daru suspiro todavia mas fuerte:

– Vamos a ocuparnos de ello, coronel. -?Os dareis mucha prisa?

– Lo antes posible.

– Tambien hay que reunir cordajes, cadenas…

– Eso es mas facil, pero supongo que no habeis probado bocado desde esta manana.

– Asi es.

– Aprovechaos de mis cocineros. Hoy han hecho un guisado de ardilla, lo mismo que ayer y que manana. No esta mal, se parece un poco al conejo, ?y ademas hay tantas en el parque! Luego… ?pues nos zamparemos los tigres y los canguros de la casa de fieras del castillo! Eso promete ciertas emociones a nuestros estomagos hastiados… Id a ver al comisario Beyle, que esta en la oficina de arriba. Yo os dejo. Los hospitales no estan listos, el forraje no llega con regularidad y vuestros malditos barcos… En fin, como decia el poeta Horacio, mi querido Horacio, un alma bien preparada espera la felicidad en el infortunio.

6
Перейти на страницу:

Вы читаете книгу


Rambaud Patrick - La batalla La batalla
Мир литературы