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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 30


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– ?Me ha ofendido! -exclamo Bessieres, enfurecido.

– ?Es un traidor! -rugio Lannes.

– ?Ante el enemigo? ?Vais a destriparos ante el enemigo? ?Os ordeno que os separeis! ?Aqui estais en mi terreno! ?Envainad las espadas!

Los dos hombres obedecieron a pesar suyo.

Sin decir palabra, furioso y presa de temblores, Bessieres giro sobre sus talones y fue a reunirse con su tropa de caballeria. Massena tomo a Lannes del brazo.

– ?Oyes eso?

– ?No oigo nada! -replico Lannes.

– ?Aguza el oido, pedazo de mula!

En la noche, los pifanos tocaban una musica acompasada que Lannes reconocio sin dificultad y le hizo vibrar.

– ?Tus hombres tocan La marsellesa? -pregunto a Massena.

– No. Son los austriacos que estan acantonados en la planicie. La musica llega lejos.

Se callaron para escuchar el antiguo himno del ejercito del Rhin, extendido en toda la Francia sublevada por los voluntarios de Marsella, que acompano a la Revolucion y a sus soldados has ta que llego el Imperio, cuando fue prohibido por decreto como una vulgar cancion sediciosa. Lannes y Massena evitaban mirarse. Recordaban sus exaltaciones pasadas. Ahora eran duques y mariscales, poseian tantas tierras y oro como los aristocratas, pero no hacia mucho que La marsellesa les habia sublevado, habian abandonado sus provincias para batirse mientras lo oian, ?y cuantas veces habian entonado aquellas estrofas a voz en cuello para infundirse valor? Sin poder evitarlo, Lannes tarareo las palabras del estribillo, acompanado por la musica que tocaba el enemigo, por provocacion o porque creian librar a su vez una guerra de liberacion contra el despotismo. Massena y Lannes pensaban en las mismas cosas, revivian las mismas escenas, experimentaban las mismas emociones, pero no se decian nada. Escuchaban con semblante serio, conmovidos, absortos. Habian sido jovenes, pobres y patriotas. Habian amado aquellas estrofas guerreras. Y he aqui que sus adversarios se les oponian con ellas como una injuria o un remordimiento.

Estertores, quejas, gemidos, sollozos, gritos y aullidos… el canto de los heridos en la isla Lobau no tenia nada de nostalgico. Los enfermeros que ya no tenian sentimientos, vestidos con uniformes cuyas piezas estaban desparejadas, apartaban con las palmas los enjambres de moscas que se posaban en las heridas. Su largo delantal y los antebrazos goteaban sangre, y el doctor Percy habia perdido su llaneza. Sin descanso, en la choza de ramajes y canas bautizada con el nombre de ambulancia, sus ayudantes depositaban sobre la mesa que habian recuperado a los soldados desnudos y casi muertos. Los ayudantes que el doctor habia conseguido gracias a su insistencia, jamas habian estudiado cirugia, pero como el solo no se bastaba para atender a tanto lisiado y trataba tantas heridas diversas, indicaba con tiza, sobre los cuerpos contorsionados por el dolor, el lugar donde era preciso serrar, y los ayudantes improvisados serraban, a veces sobrepasaban las articulaciones, brotaba la sangre, atacaban el hueso al descubierto. Su paciente desfallecia y dejaba de agitarse. Muchos sucumbian asi a causa de un paro cardiaco o desangrados, pues por desgracia les habian seccionado una arteria. El doctor gritaba:

– ?Cretinos! ?Es que nunca habeis trinchado un pollo?

Cada operacion no debia exceder de veinte segundos, pues habia que practicar demasiadas. A continuacion, arrojaban el brazo o la pierna a un monton de brazos y piernas. Los enferme ros ocasionales bromeaban para no vomitar o desviar la vista: «?Otra pierna de cordero!», exclamaban al arrojar los miembros que habian amputado. Percy se reservaba los casos dihciles y trataba de volver a juntar, de cauterizar, de evitar la amputacion, de aliviar, pero ?como, con unos medios tan miserables? Dado que tenia la posibilidad de hacerlo, aprovechaba para instruir a los enfermeros mas espabilados:

– ?Veis, Morillon? Aqui los fragmentos de tibia se traslapan y estan de nue…

– ?Es posible volver a colocarlos en su sitio, doctor?

– Lo seria si tuvieramos tiempo.

– Hay muchos que esperan detras.

– ?Lo se!

– ?Que hacemos entonces?

– ?Cortamos, imbecil, cortamos! ?Y eso me horroriza, Morillon!

Se enjugo con un trapo el rostro empapado en sudor. Le dolian los ojos. El herido, mas bien el condenado, tuvo derecho a una linea de tiza que Percy trazo por encima de la rodilla, y le tendieron sobre la mesa donde, hacia muy poco, los campesinos austriacos debian de tomar la sopa. Un ayudante que sacaba la lengua serro, aplicandose en el seguimiento del trazo. Percy estaba ya inclinado sobre un husar reconocible por las bacantes, las patillas y la coleta.

– Se declara la gangrena -mascullo el doctor-. ?La pinza!

Un muchachote torpe le tendio una pinza goteante mientras se tapaba la nariz con un panuelo. Percy lo uso para arrancar las piltrafas quemadas, y vociferaba:

– ?Si tuvieramos quinina en polvo, la haria macerar en zumo de limon, empaparia un tampon de estopa y lavaria todo esto! ?Podria aliviar, salvar!

A este no, doctor, ha fallecido -dijo Morillon, con una sierra de carpintero ensangrentada en la mano.

– ?Tanto mejor para el! ?El siguiente!

Con un pico del delantal, Percy quito los gusanos que se habian infiltrado en la herida del siguiente, el cual deliraba, con los ojos en blanco.

– ?Esta listo! ?El siguiente!

Dos ayudantes, uno sujetandole por las axilas y el otro por los tobillos, depositaron al soldado Paradis sobre la mesa del cirujano.

– ?Que tiene este muchacho aparte de un chichon? -No lo sabemos, doctor.

– ?De donde viene?

– Estaba con el grupo que han recogido cerca del cementerio de Aspern.

– ?Pero no esta herido!

– Tenia trozos de carne en la cara y la manga, y creyeron que le habia alcanzado un proyectil, pero el estropicio ha desaparecido al limpiarle la cara.

– Bueno, ha recibido en pleno rostro el cuerpo de un camarada destrozado. De todas maneras, eso ha debido de afectarle la cabeza.

Percy se inclino sobre el falso herido: -?Puedes hablar? ?Me oyes?

Paradis permanecio inmovil pero farfullo para recitar su identidad:

– Soldado Paradis, tirador, segunda compania de linea, tercera division del general Molitor a las ordenes del mariscal Massena…

– No te preocupes, que no te vamos a enviar de nuevo alla abajo, ya no estas en condiciones de empunar un fusil. (A Morillon.) Este chico es robusto, id a vestirmelo, tengo ocupacion para el.

El doctor y su ayudante pusieron a Paradis en pie, y el tirador en calzoncillos siguio a Morillon con docilidad. En el exterior,

sobre montones de paja, los heridos a los que Percy consideraba condenados, por falta de medicamentos y material, tenian en la frente una cruz a tiza, para que no los confundieran con los recien llegados y no se corriera el riesgo de llevarlos por inadvertencia a la mesa de operaciones. Sin duda los agonizantes no verian el amanecer, estaban perdidos para la batalla y para la vida. Muy cerca, bajo una hilera de olmos, los proveedores de pacientes para las ambulancias habian dispuesto una especie de tienda donde revendian por su cuenta capotes, talegos, cartucheras y prendas de vestir, todo ello arrebatado a los cadaveres austriacos y franceses diseminados por la planicie.

– Gordo Louis -dijo Morillon a un tipo pesado con un gorro en la cabeza-, vas a equiparnos a este mozo.

– ?Tiene dinero?

– Es una orden del doctor Percy.

Gordo Louis suspiro. Toleraban su comercio, pero si se negaba a obedecer al medico, este podria prohibirle vender los efectos militares que recuperase. Hizo a reganadientes lo que le pe dian y Paradis se vio emperifollado con unos pantalones verdes ribeteados de amarillo, unas botas demasiado grandes, una camisa con la manga derecha arrancada y un chaleco de jinete de caballeria ligera que se abrocho con dificultad. Morillon le integro en un equipo de cantineros encargados del caldo para los heridos.

La cena era menos basta en la mesa del emperador, puesta en su vivaque, en la cabeza del puente pequeno. Los pinches hacian girar las aves ensartadas en los espetones sobre un fuego de ramitas, y las pieles chisporroteaban, se doraban, olian bien. El senor Constant habia dispuesto sus caballetes, sus manteles y faroles bajo un bosquecillo, de modo que no se viera el cortejo de los desgraciados que llevaban al doctor Percy y que, si no perecian antes, tendrian en seguida algun miembro serrado. Cenaban tranquilos, olvidando por un instante los canones. Lannes se sentaba a la derecha del emperador, quien le habia invitado para engatusarle. El mariscal habia contado su altercado, modificando la verdad en su beneficio, y Napoleon habia convocado a Bessieres para sermonearle vivamente antes de despedirle. Bessieres habia sido el ofendido, pero se convertia en el ofensor porque Su Majestad asi lo habia decidido y porque le encantaba esa clase de injusticia para templar a quienes le rodeaban dando abrazos o bofetadas sin razones evidentes, segun su antojo. En vez de reconciliar a los dos mariscales, los dividia aun mas, atizaba su odio, pues tenia necesidad de sentirse el unico juez en toda circunstancia, el unico recurso, y de que sus duques no se entendieran demasiado entre ellos para que un dia no se entendieran contra el.

El mariscal Lannes, entristecido por la ultima querella, era ajeno a estas consideraciones y el, que de ordinario era un devorador de pollos en serie, mordisqueaba con desgana un muslo dorado. Preferia entregarse a los pensamientos melancolicos, se complacia en ellos. Imaginaba que estaba en otro lugar, con su mujer, en una de sus casas, o cabalgando sin peligro en Gascuna, hecha su fortuna y en paz. El emperador volvio a escupir huesos de pollo a la hierba y observo el talante taciturno de su mariscal. -?No tienes hambre, Jean?

– He perdido el apetito, Sire…

– ?Se diria que estas de morros como una chiquilla reganada! Basta! ?Manana Bessieres te obedecera y ganaremos esta punetera batalla!

El emperador despedazo con los dedos el ave asada que tenia delante, le clavo los dientes y, con la boca llena, tras haberse limpiado los labios con la manga y los dedos con el mantel, explico a Berthier, Lannes y su estado mayor el metodo que iban a seguir.

– Decidme, Berthier, con las tropas que van a franquear el puente grande, ?cuantos hombres podremos emplear?

– Cerca de sesenta mil, Sire, sin olvidar los treinta mil de Davout que deberian haber llegado a Ebersdorf.

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