La batalla - Rambaud Patrick - Страница 26
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Lannes puso la bota en el estribo y monto en el caballo que le habian presentado. Pouzet hizo lo mismo, pero suspirando lo bastante fuerte como para que su amigo le oyera.
Unos pensamientos horrorosos nublaban el rostro de Anna Krauss. Imaginaba soldados bloqueados en una granja incendiada o tendidos en el suelo con el vientre abierto; seguia oyendo el estruendo de los canones, la crepitacion de las llamas, gritos diabolicos. No llegaba ninguna noticia fidedigna de la batalla, y los vieneses obtenian sus informaciones de los cotilleos, con la unica certeza de que alla abajo, en la planicie, los hombres se mataban sin metodo desde hacia horas. La mirada de Anna se perdia en la luz rosada de un sol declinante que iluminaba los cristales. Habia desatado, distraida, las tiras de sus sandalias romanas, y estaba acurrucada en un angulo del sofa, silenciosa, las rodillas apretadas con los brazos. Le caia un mechon de cabello sobre la frente y no se lo alzaba. Sentado cerca de ella en un taburete acolchado, Henri se esforzaba por hablarle en voz suave, tanto para tranquilizarla como para serenarse, y si ella no comprendia el sentido exacto del frances, sus tonalidades calmantes reconfortaban un poco a la joven, no demasiado, porque a la voz de Henri le faltaba ese acento de sinceridad que no es posible simular. Habia tomado las pociones repugnantes del doctor Carino y la fiebre le habia dado un respiro. Contemplaba a Anna postrada, envuelta en su chal, mientras ensartaba las frases con una conviccion fingida, hasta que se callo. Anna habia cerrado los ojos. Henri se dijo que las vienesas tenian una fidelidad mistica: cuando su amado estaba ausente, ellas se recluian. Anna no tenia de italiano mas que la cara, era demasiado natural tanto en sus humores como en sus gestos, carecia por completo de coqueteria y tenia un entusiasmo atemperado por la ternura. Henri habria querido anotar esas observaciones, pero ?que le habria parecido a Anna si se despertaba?
La joven dormia con un sueno sombrio y turbado, movia los labios y murmuraba algo. Para conjurar la posible muerte de Lejeune, Henri siguio diciendole en voz muy baja:
– A Louis-Francois no le ocurrira nada, os lo prometo…
En el otro extremo de la sala aparecieron las dos hermanas menores de Anna, dando saltitos, muy delgadas, ruidosas, y Henri se volvio hacia ellas, indicandoles por senas que Anna estaba descansando.
– Quiet, please!
Las chiquillas se acercaron con unas precauciones desmesuradas, como si fuese un juego. Tenian el cabello mas claro que el de Anna, las caritas mas aguzadas y atuendos mas formales. Henri se levanto en silencio para alejarlas del sofa, y ellas se pusieron a hablar con una mimica y una gesticulacion incomprensible, las mejillas hinchadas por la risa contenida cada vez que se miraban, y entonces le tiraron de la levita y el tuvo que seguirlas. Le llevaron a la escalera que ascendia al sobradillo, procurando que no crujieran los escalones de madera, como gatas, y Henri se dejaba manejar. ?Que querian ensenarle? Una de ellas abrio lentamente una puerta y se encontraron en una habitacion minuscula bajo los tejados, muy desordenada, que servia de desvan. Las pequenas se abalanzaron sobre una caja y, discutiendo, aplicaron un ojo a una ranura bastante ancha entre dos traviesas. Invitaron a Henri a que hiciera lo mismo y el miro a su vez el interior de la habitacioncontigua, sorprendiendo al senor Staps. En una franja de luz solar en la que revoloteaba el polvo, el joven estaba arrodillado ante una estatuilla dorada y sostenia un cuchillo de cortar carne, con la punta hacia el suelo, a la manera de un caballero la vispera de su armadura solemne. Vestia una camisa de tela gruesa, tenia los parpados cerrados y salmodiaba una especie de plegaria.
Henri se sumio en divagaciones. «Esta loco -pensaba-, estoy seguro de que esta loco, pero ?que clase de locura es la suya? ?Quien se cree que es este pobre chico? ?Que representa esa es tatuilla? ?Que objeto tiene ese cuchillo? ?Que urde en su cerebro sobrecalentado? ?A que brujeria quiere encomendarnos? ?Es peligroso? Todos somos peligrosos, y en primer lugar el emperador. Todos estamos locos. Tambien yo estoy loco, pero por Anna, y ella esta loca por Louis-Francois, quien esta loco como un soldado…»›
En aquel mismo instante, el coronel Lejeune se batia forzosamente al lado de Massena. Habia ido una vez mas a Aspern para confirmarle la orden de resistir hasta el crepusculo y advertirle de las intenciones que tenia el emperador de lanzar toda la caballeria contra las baterias del archiduque, y no habia podido salir del pueblo ahora asediado. Tan solo les quedaba a los tiradores el cementerio y la iglesia. Por multiples brechas abiertas en las ruinas, los austriacos habian conseguido establecerse por doquier de un modo firme. Massena habia ordenado que levantaran defensas con los objetos voluminosos que pudieran agenciarse, rastrillos, arados y muebles, a fin de llegar a los canones inutiles a causa de la falta de polvora. Los granaderos amontonaban cadaveres, formando con ellos una barricada que protegia la plaza hasta el recinto del cementerio que defendian los hombres sin cartuchos, con lo que tenian a mano, una cruz de bronce, un madero, cuchillos… Paradis habia sacado su honda, Rondelet blandia su espeton como si fuese un estoque.
En medio del caos, Massena demostraba lo que era capaz de hacer.
Al darse cuenta de que los artilleros de Hiller hacen rodar una pieza por una calleja, a fin de derribar la fachada de la iglesia, hace que carguen de paja y hojas una carreta de mano, luego recoge una rama cortada, entra en la sacristia abierta por un obus, en la que ronronean las brasas, prende fuego a la rama, sale y la arroja contra la carreta, la cual arde en el acto, y entonces divisa a Lejeune, desconcertado en medio de tanto desorden: «?Conmigo!», le grita. Cada uno aferra un brazo de la carreta ardiente y la empujan con todas sus fuerzas hacia la callejuela. Cuando el vehiculo en llamas ha adquirido suficiente velocidad, se arrojan al suelo y oyen los silbidos de las balas que les pasan rozando, pero la carreta choca de frente con la boca del canon y se rompe en pedazos. Los barrihtos de polvora, que estan abiertos, estallan y todo vuela en pedazos, la caja de la carreta, los miembros arrancados. Unos granaderos cargan a la bayoneta para rescatar a Massena y Lejeune, que se levantan a medias, pero es imposible penetrar en la callejuela cuyas casas han sido pasto de las llamas, que es un autentico horno, y los hombres vuelven corriendo hacia los olmos destrozados de la iglesia. Los austriacos intentan impedirles el paso, pero otros granaderos armados con vigas que manejan como porras rompen unas cuantas crismas. Massena se hace con una reja de arado y, de un empujon, trincha a dos buenos mozos y los arroja contra una escalinata. Lejeune ha parado el sable de un oficial con guerrera blanca, el cual le propina un rodillazo en el vientre que le obliga a doblarse, felizmente, pues la bala que volaba hacia su nuca se incrusta en la frente del austriaco, de la que brota la sangre.
Sentado en un banco de piedra unido a una casa de la que solo quedaba un muro en pie, Massena consulto su reloj y vio que se habia parado. Lo sacudio, hizo girar en vano la corona, pues se habia roto, y solto un juramento.
– ?Maldita sea! ?Un recuerdo de Italia! ?Pertenecio a un monsenor del Vaticano! ?Todo de oro y plata dorada! Un dia u otro tenia que abandonarme… No sigais a gatas, Lejeune, venid a sentaros un momento para recuperaros. Deberiais estar muerto pero, como no es asi, respirad a fondo…
El coronel se sacudio el polvo y el mariscal siguio diciendo: -Si salimos de esta, os encargare mi retrato, pero en accion, ?eh? Con la reja de arado como hace un momento, por ejemplo, ?a punto de despachurrar a una jauria de austriacos! Al pie escribiriais Massena en la batalla. ?Veis el efecto que produciria eso? ?Nadie osaria colgar ese cuadro! La realidad desagrada, Lejeune.
Una bala de canon alcanzo una parte de la techumbre de la casa en la que reposaban los dos hombres, y Massena se levanto de un salto.
– ?Ahi teneis la realidad! ?Pero, por Dios, esos perros tratan de enterrarnos bajo los escombros!
Por el lado de la planicie llego un jinete al galope, aminoro la velocidad de su caballo cerca de la iglesia, interrogo a un suboficial, advirtio a Massena que encadenaba reniegos y se encamino directamente hacia el. Era Perigord, siempre impecable.
– ?Por donde diablos ha pasado ese? -inquirio Massena. -?Senor duque! -Y Perigord tendio un pliego al mariscal-: Un despacho del emperador.
– Veamos todo el mal que me desea Su Majestad…
Massena leyo el mensaje y alzo los ojos al sol que descendia por el oeste. Los dos edecanes de Berthier charlaban:
– ?Estais herido, Edmond? -pregunto Lejeune al otro. -?No, senor!
– Pues cojeais.
– Porque mi criado no ha tenido tiempo de domarme las botas, y como el cuero esta mal flexibilizado, padezco a cada paso. ?En cuanto a vos, mi querido amigo, vuestro pantalon necesita una buena pasada de cepillo!
Massena les interrumpio.
– Supongo, senor de Perigord, que no habeis atravesado las lineas austriacas.
– La pequena planicie que linda con el pueblo por este lado estaba expedita, senor duque. Solo me he cruzado con un batallon de nuestros voluntarios de Viena.
– Entonces podriamos replegarnos para pasar la noche, antes de dejar que destrocen la division de Molitor…
– Hay setos, cercados de matorrales, barreras de madera, bosquecillos, un monton de sitios donde abrigarnos…
– Bien, Perigord, bien. Por lo menos teneis buena vista. Massena pidio un caballo.
Uno de sus caballerizos se apresuro a traerle uno, pero no podia montarlo bien porque habian ajustado demasiado corto el estribo derecho. Entonces llamo de nuevo al caballerizo, sentado a la mujeriega tras haber pasado la pierna por encima de la cruz del caballo. Una bala de canon decapito al atareado caballerizo y arranco de cuajo el estribo, el caballo se hizo a un lado y Massena cayo en brazos de Lejeune.
– ?Senor duque! ?Estais bien?
– ?Otro caballo que sirva! -aullo Massena.
Transfigurado por el combate, Lannes, junto con Espagne, Lasalle y Bessieres, cargaron en cabeza de sus millares de jinetes para embestir al centro austriaco, trocearlo, separarlo de sus alas, socorrer a los dos pueblos sometidos al fuego y apoderarse de los canones. Fayolle no gozaba de esa vista de conjunto. Presa de furor, se comportaba como un automata, no temia a nada pero tampoco queria nada, ni detenerse ni proseguir, era una marioneta movida por los clarines y los gritos de guerra, vociferante, y golpeaba, se protegia, hundia su acero, abria pechos y atravesaba cuellos. Los coraceros habian exterminado a una escuadra de artilleros, y enganchaban las piezas de artilleria capturadas a los caballos de tiro. Espagne dirigia la operacion; su caballo babeaba mucho y movia los ollares de arriba abajo. Fayolle le observaba de reojo, mientras enganchaba los arneses a la parte curva de un obus: el general estaba gris de polvo, erguido sobre la piel de carnero de la silla, pero su mirada perdida desmentia las ordenes breves y precisas dictadas por el habito. El soldado sabia que era lo que atormentaba al oficial, pero, sin poder evitarlo, dudaba de los presagios. ?No faltaba mas! ?El heroe de Hohenlinden, que ya habia abierto a las tropas francesas la ruta de Viena anos atras, a pesar de la tormenta de nieve, temia a los fantasmas? Como hemos dicho, Fayolle habia estado presente al final de aquella curiosa trifulca en el castillo de Bayreuth, cuando el general Espagne habia llevado la peor parte en el encuentro con un espectro, pero ?de que se trataba en realidad? ?De una alucinacion? ?De la fatiga? ?De una fiebre maligna? El, Fayolle, no habia visto al fantasma con sus propios ojos. ?La Dama Blanca de los Habsburgo! Conocia esas apariciones maleficas con las que amenazaban a los crios de su pueblo. Merodeaban cerca de los calvarios y daban miedo. El no habia creido jamas en esas cosas.
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