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Viernes o Los limbos del Pac?fico - Tournier Michel - Страница 34


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Era preciso obligar a Andoar a detenerse. Sus manos descendieron a lo largo del craneo rugoso y se colocaron sobre las orbitas huesudas del animal. Cegado, no se detuvo. Como si los obstaculos ahora invisibles no existieran, cargo hacia adelante. Sus pezunas resonaron sombre la losa de piedra que se adentraba en el precipicio y los dos cuerpos, todavia anudados, cayeron al vacio.

A dos millas de alli, Robinson habia sido testigo -telescopio en mano- de la caida de los dos adversarios. Conocia lo suficientemente bien aquella region de la isla como para saber que la meseta poblada de espinos en la que debian haberse estrellado era accesible, o bien a traves de un sendero escarpado que descendia desde lo alto, o bien directamente si se escalaba el abrupto acantilado de unos cien pies de altura que conducia al lugar. La urgencia reclamaba el camino mas directo, pero Robinson no dejaba de sentir angustia al considerar que tendria que realizar la ascension tanteando a lo largo de aquella pared irregular que en algunas zonas se hallaba cortada a plomo. Pero era necesario salvar a Viernes -quiza todavia con vida-, y eso le animaba a superar aquel trance. Diestro ya en los juegos musculares que dan al cuerpo su desarrollo mas apropiado, sentia, sin embargo, todavia, como una de sus ultimas taras de antano, el vertigo intenso que le atacaba, aunque solo estuviera a tres pies del suelo. No le cabia duda de que si afrontaba y superaba aquella maldita debilidad, realizaria un notable progreso en su nueva via.

Despues de haber corrido entre los bloques de piedra y tras haber saltado de uno a otro, como le habia visto hacer a Viernes cien veces, llego en seguida al punto en que tenia que colgarse de la pared y avanzar trepando con sus veinte dedos, apoyandose en todas las sinuosidades de la roca. Una vez alli experimento un inmenso pero bastante sospechoso alivio al reencontrar el contacto directo con el elemento telurico. Sus manos, sus pies, todo su cuerpo desnudo conocian el cuerpo de la montana, sus lisuras, sus desmoronamientos, sus rugosidades. Se dedicaba con un extasis nostalgico a palpar meticulosamente la sustancia mineral y no era solo la preocupacion por su seguridad la que le impulsaba a ello. Aquello era -lo sabia perfectamente- una inmersion en su pasado y seria de una dimension cobarde y morbida si el vacio -al que volvia la espalda- no constituyera la otra mitad de su prueba . Estaba la tierra y el aire y, entre los dos, colgado de la piedra como una mariposa temblando, Robinson, que luchaba dolorosamente para realizar su conversion de la una al otro. Al llegar a la mitad del acantilado se impuso una parada y un giro, acciones que podia realizar en ese momento gracias a una especie de cornisa de aproximadamente una pulgada de ancho sobre la que podia apoyar sus pies. Un sudor frio le invadio y torno sus manos peligrosamente resbaladizas. Cerro los ojos para no ver como a sus pies daban vueltas los bloques de piedra sobre los cuales hacia solo un momento corria. Luego volvio a abrirlos, decidido a controlar su malestar. Entonces se le ocurrio mirar hacia el cielo envuelto en las ultimas luces del poniente. Un cierto bienestar le devolvio de inmediato el control de una parte de sus miembros. Comprendio que el vertigo no es mas que la atraccion terrestre que se ceba en el corazon del hombre que sigue siendo obstinadamente geotropico. El alma se inclina perdidamente hacia esos fondos de granito o de arcilla, de silice o de esquisto, cuya lejania la enloquece y la atrae al mismo tiempo, porque alli presiente la paz de la muerte. No es el vacio aereo lo que suscita el vertigo, sino la fascinante plenitud de las profundidades terrestres. Con el rostro elevado hacia el cielo, Robinson experimento que, contra la llamada dulzona de las tumbas, podia prevalecer la invitacion al vuelo de una pareja de albatros que planeaba fraternalmente entre dos nubes tenidas de rosa por los ultimos rayos de la tarde. Reemprendio su escalada, con el alma reconfortada y conociendo mejor a donde iban a conducirle sus proximos pasos.

Caia ya el crepusculo cuando descubrio el cadaver de Andoar en medio de los escasos matorrales de aliso que crecian entre las piedras. Se inclino sobre el gran cuerpo deshecho y reconocio inmediatamente el cordon de colores solidamente anudado en torno a su cuello. Se enderezo al oir una risa a sus espaldas. Viernes estaba alli, de pie, cubierto de aranazos, con el brazo izquierdo inmovilizado, pero indemne.

– Ha muerto protegiendome con su piel -dijo-. El gran cabron ha muerto, pero pronto le hare volar y cantar…

Viernes se reponia de sus fatigas y de sus heridas con una rapidez que sorprendia a Robinson. A la manana siguiente -rostro distendido y cuerpo dispuesto- volvio a los despojos de Andoar. Primero corto la cabeza y la deposito en el centro de un hormiguero. Luego, tras desgarrar la piel que rodeaba a las patas y abrirla a lo largo del pecho y del abdomen, instalo al animal en el suelo y alli corto las ultimas adherencias que sostenian la gran corteza escualida y rosa, fantasma anatomico de Andoar. Abrio la bolsa abdominal, desenrollo los cuarenta pies de intestinos que albergaba y tras lavarlos con agua corriente los colgo de las ramas de un arbol -guirnalda extrana, lechosa y violacea, que inmediatamente atrajo millares de moscas-. Luego fue hacia la playa canturreando y portando bajo su brazo la grasa y pesada piel de Andoar. La aclaro entre las olas y la dejo alli para que se impregnara de arena y de sal. Luego, con la ayuda de un tundidor improvisado -una concha atada a un guijarro-, comenzo a depilar la cara exterior de la piel y a descarnar su lado interior. Aquel trabajo le exigio varios dias, durante los cuales rechazo la ayuda de Robinson, reservandole, decia, una tarea posterior mas noble, mas facil y tambien esencial.

El misterio se resolvio cuando suplico a Robinson que aceptara orinar sobre la piel extendida en el fondo de una concavidad de la roca, en donde las grandes mareas depositaban un espejo de agua, que se evaporaba en pocas horas. Le rogo que bebiera mucho durante los proximos dias y que no se aliviara nunca en ningun otro lugar, ya que la orina debia cubrir por completo los despojos de Andoar. Robinson se dio cuenta de que el, en cambio, se abstenia y no le pregunto si consideraba que su propia orina se hallaba desprovista de virtudes curtientes o si experimentaba repugnancia ante la infame promiscuidad que habria significado aquella mezcla de sus aguas. La piel habia macerado durante ocho dias en lo que se habia convertido en una salmuera amoniacal; cuando la retiro de alli, la enjuago en el agua del mar y la sujeto entre dos arcos que la sometian a una tension ligera y constante. Por ultimo la dejo secar durante tres dias a la sombra y comenzo a pulirla con piedra pomez, cuando todavia conservaba un resto de humedad. A partir de ese momento era un gran pergamino virgen de una tonalidad de oro viejo que, a la caricia con los dedos, daba una nota grave y sonora.

– Andoar va a volar, Andoar va a volar-repetia muy excitado, negandose en todo momento a desvelar sus intenciones.

Las araucarias de la isla eran poco numerosas, pero sus siluetas piramidales y negras se alzaban soberbias entre los matorrales que vegetaban a su sombra. Viernes queria especialmente a esos arboles, tan caracteristicos de su pais, hasta el punto de conferirle su nombre, y pasaba jornadas enteras aovillado en la cuna de sus ramas nodrizas. Por la tarde, llevaba a Robinson un punado de granos penigeros que contenian una almendra comestible cuya sustancia harinosa era potenciada por un acre olor de resina. Robinson se habia cuidado siempre de seguir a su companero en aquellas escaladas que le parecian simiescas.

Aquella manana, sin embargo, se encontraba al pie del mas alto de aquellos arboles, y taladrando con la mirada la profundidad de su ramaje, calculaba que no tendria menos de ciento cincuenta pies de altura. Tras varios dias de lluvia, el frescor de la manana anunciaba el retorno del buen tiempo. El bosque vaheaba como un animal y en la espesura la espuma de invisibles arroyos dejaba oir un rumor inhabitual. Atento siempre a los cambios que observaba en si mismo, Robinson habia notado desde hacia varias semanas que esperaba cada manana la salida del sol con una impaciencia ansiosa, y que el despliegue de sus primeros rayos adquiria para el la solemnidad de una fiesta que no por ser cotidiana dejaba de tener cada vez una intensidad nueva.

Agarro la rama mas accesible y se levanto sobre una rodilla; luego se puso de pie, pensando imprecisamente que podria disfrutar de la salida del sol unos minutos antes de lo acostumbrado, si trepaba a la copa de un arbol. Trepo sin esfuerzo los sucesivos niveles de aquel armazon de madera con la creciente impresion de hallarse prisionero -y de algun modo solidario- en una amplia estructura, infinitamente ramificada, que arrancaba desde el tronco en la corteza rojiza y se desarrollaba en ramas, ramitas, tallos, plumulas, para concluir en los nervios de las hojas triangulares, punzantes, en forma de escamas y enredadas en espiral en torno a las ramas. A medida que se elevaba, se hacia cada vez mas sensible a la oscilacion de aquel conjunto de miembros arquitectonicos a traves del cual pasaba el viento con un zumbido de organo. Se acercaba a la copa, cuando de pronto se encontro rodeado de vacio. Quizas a causa de un rayo el tronco se encontraba rajado en aquel lugar, a una altura de unos seis pies. Bajo los ojos para huir del vertigo. A sus pies, un batiburrillo de ramas dispuestas en planos superpuestos se prolongaba hacia abajo girando en una enloquecedora perspectiva. Un terror de su infancia le vino a la memoria. Habia deseado subir al campanario de la catedral de York. Despues de ascender por la escalera escarpada y estrecha, que daba vueltas en torno a una columnita de piedra esculpida, habia abandonado de repente la tranquilizadora penumbra de los muros y habia emergido al aire libre, en un espacio que se hacia aun mas vertiginoso por la lejana silueta de los tejados de la ciudad. Tuvo que descender de nuevo como un papanatas, con la cabeza envuelta en su capucha escolar…

Cerro los ojos y apoyo su mejilla contra el tronco, unico punto firme que disponia. En aquella arboladura, llena de vida, el trabajo de la madera, sobrecargada de miembros y aranando el viento, se oia como una vibracion sorda, atravesada a veces por un largo gemido. Escucho durante largo rato aquel rumor que traia la calma. La angustia aflojaba su abrazo. Sonaba. El arbol era un gran navio anclado en el humus y luchaba, con todas sus velas desplegadas, por iniciar al fin el vuelo. Una caricia calida envolvio a su rostro. Sus parpados se hicieron incandescentes. Comprendio que el sol se habia levantado, pero tardo todavia un poco en abrir los ojos. Se mantenia atento al ascenso en su interior de una nueva alegria. Una ola de calor le cubria. Tras la miseria del alba, la luz salvaje fecundaba con fuerza todas las cosas. Abrio a medias los ojos. Entre sus pestanas estallaron punados de lentejuelas luminiscentes. Un soplo tibio hizo temblar a las hojas. La hoja pulmon del arbol, el arbol pulmon a su vez y por tanto el viento es su respiracion , penso Robinson. Imagino sus propios pulmones, expandiendose hacia afuera, mata de carne purpurea, polipo de coral viviente, con membranas rosas, esponjas mucosas… Agitaria al aire aquella delicada exuberancia, aquel ramo de flores carnales y una alegria purpura le penetraria por el canal del tronco, henchido de sangre bermeja…

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