Scaramouche - Sabatini Rafael - Страница 19
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– Como ver?, cada uno de nosotros -dijo Arlequ?n imitando al director de la compa??a- ha sido designado por la naturaleza para el papel que representa.
– F?sicamente, amigo m?o… s?lo f?sicamente, o de otro modo no nos costar?a tanto ense?ar a L?andre su papel de gal?n enamorado. Aqu? est? Pasquariel, que a veces es boticario, a veces notario, otras lacayo y en ocasiones amable amigo servicial. Tambi?n como hijo de Italia, tierra de glotones, es excelente cocinero. Y por ?ltimo, estoy yo que, como padre de toda la compa??a, represento dignamente el papel de Pantalone, padre de la damisela, aunque a veces haga de cornudo, o de ignorante doctor. Pero por regla general siempre soy Pantalone. Adem?s, soy el ?nico que tiene un apellido. Un verdadero apellido. Me llamo Binet, se?or m?o.
Entonces se?al? a una rubia rolliza de unos cuarenta y cinco a?os que sonre?a sentada en el primer pelda?o de la casa ambulante.
– Y ahora vienen las se?oras: la primera por orden de antig?edad es Madame.
Es due?a, madre y nodriza, seg?n las circunstancias.
Simple y regiamente, la conocen por el nombre de Madame.
Si alguna vez tuvo otro nombre, hace tiempo que lo ha olvidado. En cuanto a esa picaronaza de la nariz respingona y la boca grande, es nuestra graciosa Colombina.
Y as? llegamos a mi hija, Clim?ne, una jovencita cuyo talento no tiene rival fuera de la Comedia Francesa, a la que tiene el mal gusto de aspirar.
La encantadora Clim?ne sacudi? sus bucles casta?os y ri?, sosteni?ndole la mirada a Andr?-Louis.
Sus ojos, que ahora s? pod?a ver, no eran azules como antes hab?a cre?do, sino casta?os.
– No le crea, caballero. Aqu? soy una reina, y prefiero ser reina aqu? que esclava en Par?s.
– Se?orita -dijo Andr?-Louis poni?ndose solemne-, siempre ser? una reina donde quiera que se digne reinar.
Por toda respuesta, la joven le dedic? una t?mida y seductora mirada entornando los p?rpados. Mientras tanto, su padre le gritaba a L?andre:
– ?O?ste? Frases como ?sa son las que tienes que ensayar. L?andre enarc? las cejas y se encogi? de hombros:
– ?Esa frase? ?No es m?s que un lugar com?n! Andr?-Louis solt? una carcajada de aprobaci?n:
– L?andre -le dijo a Pantalone- tiene m?s talento del que usted le concede. No deja de ser sutil considerar una trivialidad una frase en la que se llama reina a la se?orita Clim?ne.
Algunos de los presentes se echaron a re?r, incluido el se?or Binet:
– ?Ha cre?do que tiene el talento de decirlo deliberadamente? ?Bah! Sus sutilezas son todas inconscientes.
La conversaci?n se desvi? por otros cauces, y pronto Andr?-Louis supo lo que a?n ignoraba sobre la compa??a de la legua.
Iban hacia Guichen, donde pensaban actuar en la feria, que hab?a de inaugurarse el martes siguiente. Al mediod?a har?an su entrada triunfal en la ciudad en cuyo mercado montar?an el escenario.
El espect?culo tendr?a lugar el s?bado por la noche y consist?a en el estreno de un argumento 1 del se?or Binet, que estaban seguros dejar?a at?nitos a los pueblerinos.
Al llegar a este punto de la conversaci?n, Pantalone suspir? y se dirigi? a Polichinela, sentado a su izquierda:
– Vamos a echar de menos a F?licien -dijo-. No s? c?mo nos las vamos a arreglar sin ?l.
– Ya inventaremos algo -dijo Polichinela sin dejar de masticar.
– Siempre dices lo mismo, a pesar de que eres el menos indicado para pensar.
– No me parece tan dif?cil sustituir a F?licien -intervino Arlequ?n.
– Ser?a f?cil si estuvi?ramos en un lugar civilizado. Pero ?c?mo vamos a encontrar entre los aldeanos de Breta?a a alguien que tenga ni siquiera su escaso talento? -dijo el se?or Binet volvi?ndose a Andr?-Louis para explicarle-: F?licien era nuestro administrador, tramoyista, carpintero y gerente, y a veces, incluso actuaba.
– Supongo que har?a el papel de F?garo -replic? Andr?-Louis ri?ndose.
– ?Ah! Veo que conoce a Beaumarchais -dijo Binet, contemplando al joven con renovado inter?s.
– Es bastante conocido.
– Tal vez en Par?s, pero no sab?a que su fama hubiera llegado hasta los p?ramos de Breta?a.
– Sucede que yo viv? algunos a?os en Par?s. Estudi? en el Liceo de Louis Le Grand. All? me familiaric? con sus obras.
– Es un hombre peligroso -sentenci? Polichinela.
– Tienes raz?n -dijo Pantalone-. Un hombre ingenioso, aunque yo sea poco amigo de usar los textos de los autores. Pero su ingenio es responsable de la difusi?n de muchas de las nuevas ideas subversivas. Creo que esa clase de escritores deber?an prohibirse.
– Seguramente el se?or de La Tour d'Azyr piensa lo mismo -dijo Andr?-Louis apurando su vaso, lleno del vino pele?n de los c?micos.
De no haber recordado Binet gracias a qui?n estaban all? acampados, y que ya hab?a transcurrido media hora desde la visita de los soldados, ese comentario hubiera dado lugar a una discusi?n. Con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento, Pantalone se puso en pie de un salto y empez? a dar ?rdenes, como un mariscal en el campo de batalla.
– ?Hala, muchachos! No podemos estar aqu? todo el santo d?a tragando y tragando. El tiempo vuela y a?n queda mucho por hacer si queremos entrar en Guichen al mediod?a. ?A vestirse! Hay que desmontar el campamento en menos de veinte minutos. ?Vamos, se?oras! A ver si os pon?is lo m?s guapas posible. Todos los ojos de Guichen estar?n sobre vosotras, y de la primera impresi?n que caus?is depender?n los aplausos.
?Vamos, vamos!
Todos le obedecieron sin rechistar. Al instante, toda la vajilla y lo que sobr? de la comida fue a parar a cestas y cajas. Enseguida el terreno qued? despejado, y las tres damas, instaladas en el carruaje. Los hombres ya sub?an a la casa con ruedas cuando Binet se dirigi? a Andr?-Louis:
– Ahora tenemos que irnos -dijo con cierto dramatismo-. Quedamos para siempre vuestros amigos y deudores.
Y le estrech? la mano a Andr?-Louis cuyas ideas, en el ?ltimo momento, se hab?an reorganizado r?pidamente. Recordando la seguridad que contra sus perseguidores hab?a encontrado entre los miembros de la compa??a de la legua, pens? que en ning?n otro sitio podr?a estar mejor oculto, hasta que dejaran de buscarlo.
– Caballero -dijo-, vuestro deudor soy yo. No todos los d?as se tiene la dicha de comer en tan ilustre compa??a.
Sospechando alguna iron?a, los ojillos de Binet escudri?aron al joven. Pero en su cara s?lo encontr? candor y buena fe.
– Me quedo aqu? a rega?adientes -sigui? diciendo Andr?-Louis-. Sobre todo porque no veo motivos para que nos separemos.
– ?C?mo? -dijo Binet frunciendo el ce?o y retirando la mano que Andr?-Louis reten?a entre las suyas m?s tiempo del debido.
– Puede que haya reparado en el hecho de que soy una persona en busca de aventuras -explic? Andr?-Louis-. Y en este momento no tengo rumbo fijo. Por eso no es extra?o que lo que he podido observar, tanto en usted como en su distinguida compa??a, me haya inspirado el deseo de seguirlos tratando. Usted ha dicho que necesitaban a alguien para sustituir a vuestro F?garo, creo que se llamaba F?licien. No tome a mal mi sugerencia, pero creo que podr?a desempe?ar esas tareas tan diversas como ingratas…
– Usted siempre con su peculiar iron?a, amigo m?o. Si no fuera por eso, podr?amos discutir su proposici?n -dijo Binet entornando sus peque?os ojos.
– Podemos discutirla, desde luego. Si me acepta, tendr? que aceptarme tal como soy. En cuanto a mi sentido del humor, que seg?n parece le causa recelo, podr?a convertirse en una cualidad muy rentable.
– ?C?mo?
– De varias formas. Por ejemplo, podr?a ense?ar a L?andre a cortejar a una dama.
Pantalone prorrumpi? en una ruidosa e interminable carcajada.
– Por lo que se ve, tiene usted mucha confianza en su capacidad de ense?ar. La modestia no es su fuerte. -La modestia no es la cualidad principal en un actor. -?Se siente capaz de actuar?
– Creo que s?, en ocasiones -dijo Andr?-Louis evocando su actuaci?n en Rennes y en Nantes, donde gracias a su capacidad histri?nica hab?a llegado al coraz?n de las masas. El se?or Binet se qued? pensando un rato.
– ?Qu? sabe de teatro? -pregunt?.
– Todo lo que hay que saber- dijo Andr?-Louis.
– ?No os dije que la modestia no es vuestro fuerte?
– Juzgue usted mismo. Conozco las obras de Beaumarchais, Eglantine, Mercier, Chenier y otros muchos de nuestros contempor?neos. Y por supuesto, he le?do a Moliere, a Racine, a Corneille, am?n de otros grandes escritores franceses. Entre los autores extranjeros, estoy familiarizado con las obras de Gozzi, Goldoni, Guarini, Bibbiena, Maquiavelo, Secchi, Tasso, Ariosto y Fedini. De los cl?sicos de la antig?edad, conozco toda la obra de Eur?pides, Arist?fanes, Terencio, Plauto… -?Basta! -rugi? Pantalone.
– Pero si esto es s?lo el principio de mi lista -dijo Andr?-Louis.
– Puede guardar el resto para otro d?a. Por todos los santos del cielo, ?qu? le ha llevado a leer a tantos autores dram?ticos?
– Aunque soy una persona humilde, estudio a la Humani dad, y hace algunos a?os descubr? que el hombre est? ?ntimamente retratado en las obras de teatro.
– Es un descubrimiento original y profundo -dijo Pantalone muy serio-. A m? nunca se me hubiera ocurrido. Sin embargo, es cierto. Es una verdad que dignifica nuestro arte. Para m? est? claro que usted es un hombre de talento. Lo supe desde el primer momento. Puedo leer en el alma de un hombre, y lo supe desde que dijo: «Buenos d?as». Y ahora, d?game una cosa: ?cree que podr?a ayudarme a redactar un argumento? Mi cabeza, atareada con los mil detalles de la organizaci?n, no siempre est? despejada para ese tipo de trabajo. ?Cree que podr?a ayudarme en eso?
– Estoy seguro.
– Claro que s?. Yo tambi?n estaba seguro. Los otros trabajos de F?licien los aprender? en un periquete. Bien, bien, si as? lo desea, puede venir con nosotros. Supongo que querr? que fije un salario…
– Es lo habitual -dijo Andr?-Louis.
– ?Qu? le parece diez libras al mes?
– Me parece que no es precisamente un Potos?.
– Puedo llegar hasta quince -dijo Binet de mala gana-. Los tiempos que corren son malos.
– Yo har? que sean mejores para usted.
– No lo pongo en duda. Entonces, ?estamos de acuerdo?
– De acuerdo -dijo Andr?-Louis. Y as? entr? al servicio de Tespis.
CAP?TULO III La musa c?mica
La entrada de los c?micos de la legua en el pueblo de Guichen no fue tan triunfal como deseaba Binet, pero s? lo bastante solemne como para dejar boquiabiertos a aquellos aldeanos que ve?an en aquellas fant?sticas criaturas a seres venidos de otro mundo. En primer lugar iba la silla de posta, traqueteando y rechinando, tirada por dos caballos flamencos. La guiaba el obeso y macizo Pantalone con un traje escarlata y una enorme nariz de cart?n. Detr?s, en la caja del coche, iba sentado Pierrot, con un camis?n blanco cuyas mangas eran tan largas que le colgaban, unos anchos calzones del mismo color y tocado con una especie de solideo negro. Ten?a la cara enharinada y soplaba una estridente trompeta.
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